Yonquis


"Así como el amor se mueve con una mecánica similar a la del mar, como decía el poeta nicaragüense Martinez Rivas, así también se mueven los escritores y un día aparecen y luego desaparecen y luego, quién sabe, vuelven a aparecer. Y si no vuelven a aparecer tampoco importa tanto porque ellos, de alguna manera secreta, ya son nosotros" (Roberto Bolaño, A la intemperie)

En la intermitencia, en la inconstancia, en el balbuceo, en la duda hay una poética. Aparecer de repente una mañana preparada para el juicio final. Puede ser cualquier escollera, un acantilado o la terraza del edificio del cartel de Havanna. Y un yo que quiere decir Yo por única y última vez. Eso, sentir la necesidad de acabarse en una sola acción y para siempre. Como eyacular, un instante de goce extremo, saltar al vació y ser llenado por el aterrizaje forzoso. Pero después volver al otro día, como cualquier escritor / escritora del barrio Rivadavia. Todas esas veces que asesinamos a nuestro “yo poético”, y solamente para revivirlo al instante y seguir estrellándolo contra la próxima aventura en verso. El escritor también eyacula sobre su historia, se suicida en ella, y sale a flote al otro día porque sigue el impulso, hay que volver a escribir. Todos renacidos de la noche a la mañana, después de pasar las cuarentaiocho horas en observación, o los tres días necesarios para resucitar a la vieja usanza. ¿Pero qué pasa cuando todo lo que está alrededor es lo que muere? Pues se trata de respirar en el aire del apocalipsis, una especialidad de la profesión. Un William Burroughs cualquiera buscando la jeringa con la droga suficiente como para seguir trasladándose entre distintos suburbios, que son siempre los mismos. Podría ser uno solo. Podríamos estar junto a Bill y Pat con una cantidad sideral de heroína, paseando en un auto robado, por el barrio gitano, por Jara al fondo a la derecha y mucho más allá, como internándonos en un espacio sideral reservado solo para yonquis, para verdaderos poetas calamitosos, esos que deberían ser olvidados ayer. Y seguir rumbo al choque final, encontrar en el horizonte esos mismos cuerpos, los nuestros:

-          Hey Pat, ¿sabes a dónde nos estás llevando?

Y Pat no mira porque sabe que la pregunta es retórica. Bill sigue dándose sus chutes y se cansó de fingir amabilidad. No quiere hablar. No quiere escribir más. Se cansó definitivamente. Ganó. El auto no se va a detener jamás, y lo sabe bien. La “pasma”, como le dice Pat, ya no nos sigue hasta esa altura de la avenida, no quiere saber nada con perseguir poetas en decadencia. Nadie quiere saber nada con yonquis, ni los policías. Seguimos de largo en las esquinas, los semáforos ya no se construyen a determinada altura. Parece no haber nadie más que este trío de poetas-yonquis-desgraciados, volando en un auto robado, que pertenece a un juez que golpea a su mujer y a sus hijos todos los domingos al mediodía. Se merece quedarse sin auto. O tal vez no, tampoco importa mucho. Valía la pena un viaje con Bill. ¿Valía la pena un viaje con Bill? No, la verdad que no. Lo bueno de Bill es poderlo leer cada tanto, tener sus libros cerca para no olvidarse nunca de cómo es esto del oficio, del escritor, de los viajes, los chutes, los suburbios, la vida al calor de una jeringa y las recetas falsas para comprar más drogas, las rehabilitaciones que nunca funcionan, la policía y sus garitos, todo un universo que es lo que uno quiere borrar. Algunos se atreven, otros se hacen los giles, miran para otro lado, van al gimnasio, hacen yoga, miran Gran Hermano o el partido del domingo, lo mismo da. El que se sube a este auto, con Pat y Bill, sabe que no hay vuelta atrás, porque no hay vuelta. No hay más vendas en los ojos, lo que está es la realidad con toda su potencia, y duele. Y como duele hay que darse con todo, a cien kilómetros por hora, hasta chocar contra eso mismo que aparece frente a nosotros todas las mañanas. Puede ser cualquier escollera, un acantilado o la terraza del edificio del cartel de Havanna. Tomar distancia, a la cuenta de Pat. Bill parece tener los ojos perdidos, el yo que dice Yo no sabe ni qué día es. Acelerador a fondo. El decorado en algún momento se termina, el universo de cada uno tiene límites claros, no somos el mar o un universo. Cerramos los ojos por puro reflejo. Todo estalla en mil quinientos pedazos. Ya no veo ni a Pat ni a Bill. ¿Qué les habrá pasado? Titubeo, el yo que dice Yo, balbuceo, sufro la intermitencia. Desaparezco por varios días, ando por el aire, el espacio me atraviesa como buscando un motivo para borrar mi existencia. Caigo, finalmente, en ese pozo en el que todos caemos alguna vez. Sí, eso mismo, hay quienes lo niegan porque no queda bien en sus currículums o en las descripciones de aplicaciones para citas románticas. Pero quién no cayó en un pozo profundo, alguna vez. Y por eso amo tanto a Bill, y respeto mucho a Pat. Para poder escribir como es debido, hay que tragarse algún pozo de vez en cuando. Entonces, la mañana, una vez más. Calculo que no será la última. El yo que dice Yo aparece restituido, parado en el medio de la avenida Jara, del lado del barrio Rivadavia. Desde ahí, para el 554 y se dirige a seguir con los trámites diarios, porque eso es lo que sabe hacer. Rutina, dicen algunos. A la noche volverá cansado, calculo que se pegará una ducha, picará alguna boludez, tomará una birra, sintonizará el tema que tanto le gusta de Fun People, porque lo hace recordar su adolescencia, y se pondrá a leer Yonqui, por enésima vez.

******el temazo citado:

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Confesiones de un fantasma

Leer es indudablemente cien veces mejor que escribir o hablar. Las pausas de lectura serían la vida, o aquellos acontecimientos que nos van llevando hacia la muerte, como puede ser el hecho de vivir en una ciudad llena de contaminación de todo tipo, o el hecho de alimentarnos con cosas que no sabemos bien que son, pero que de seguro ningún animal con dos dedos de frente comería. No, leer no te hace más inteligente. Suelo leer mientras como, y lo que como es cualquier cosa, a veces sin siquiera cocinar, señal de que lo que se está leyendo es muy bueno. Si pasa lo contrario, tal vez sea mejor poner una música y descorchar lo que se tenga a mano para escaviar, cualquier noche post lluvia torrencial en el barrio Rivadavia. ¡Y qué bueno leer mientras llueve con todo, mientras el agua se cuela por debajo de la puerta! Inundado y como un náufrago flotando con ese libro que alguna vez se prometió que nunca se iba a leer. Pero las promesas están para romperse, y acá está, estuvo y estará. Como ese “te voy a querer siempre”, que tenemos tan aprendido de las películas. Y no, nadie quiere siempre o para siempre, son dimensiones imposibles de alcanzar para nuestros cerebros entrenados hacia la distracción. Salvo leer, nada dura para siempre jamás. Creo que es la actividad más practicada por fantasmas, que se quedan esperando a obtener un permiso para aparición inesperada en casa de pariente o amigo. En esa sala de espera solo hay libros, y ¡claro que sí! se trata de libros sobre fantasmas, como para ir introduciendo en tema a los recién llegados. Es la única manera de que todo fantasma tenga sabida las reglas que en verdad son un invento de la ficción. En ese caso, el libro pasa a ser como una suerte de biblia obligatoria, y cada uno de sus pasajes una enseñanza sobre lo que alguien debería hacer una vez muerto. Primera cuestión, ¿por qué el fantasma se empeña en seguir yendo a los lugares que ya no tiene obligación de acudir? Una amiga me contó la historia del dueño de un local en el centro comercial del puerto, un tipo relativamente joven o exactamente viejo a quien un paro cardíaco lo dejara en el otro lado del muelle. Y desde ahí, este nuevo fantasma, acude todos los días a su oficina de trabajo, espantando a todos los empleados que ahora le temen por partida doble: jefe y fantasma. ¿Por qué volver todos los días al mismo lugar, pudiendo encontrar otros espacios inexplorados, mucho más apropiados para un muerto? Tal vez sea la continuación de la falta de ideas inherente a cada marplatense. Una teoría que tendría solo validez dentro del código postal 7600, pero que más allá es incomprobable. ¿Por qué atormentar a los seres queridos? Será que el fantasma no sabe que lo es, al menos en un primer momento, porque caso contrario no se le aparecería a sus afectos, sabría que los podría llegar a matar del susto. Entonces ¿Será que los fantasmas comparten cierta estupidez con los zombies? A lo mejor, estos dos seres fantásticos tienen características similares, aunque distinto tono en la piel. Y también diferente alcance, porque mientras que el fantasma se centra en un lugar o zona, para aparecérsele más o menos a las mismas personas por un tiempo indeterminado, el zombie solamente piensa en devorar carne fresca, cerebros en plena actividad, como un reflejo de lo que en él es solo un recuerdo del pasado. Hay que decirlo, el fantasma es mucho más astuto que el zombie, está mucho más cerca de la humanidad, todavía no se desprendió de su pasado. El zombie no deja de ser un cadáver caminante, con un solo reflejo inconsciente, esa voracidad por lo fresco que sería el sufrimiento por carecer justamente de eso. Y aunque el fantasma desee materializarse, tiene mejor éxito y puede pensar dónde y a quién aparecérsele, no necesita alimentarse, puede atravesar cosas sólidas, conoce el barrio y todos sus habitantes, y hasta se da el lujo de autoengañarse no queriendo advertir que ya está muerto. El zombie carece de razonamiento, es una animal en estado salvaje, camina mal, huele peor y su carne está en descomposición. El fantasma es un galán, mantiene su forma con brillo y todo, incluso es capaz de volar. El fantasma es imaginación, el zombie solamente un envase descompuesto, una inconsciencia alterada. Con el fantasma se puede razonar, con el zombie no. Todas esas y otras grandes verdades las tienen los fantasmas en sus libros sobre fantasmas, y las leen con voracidad mientras preparan su próxima aparición en el mundo terrenal. Un mundo en el que, paradójicamente, se lee cada vez menos, y los zombies son los que gobiernan. Zombies sin capacidad de raciocinio, zombies sin una pisca de humanidad, zombies que matan por matar sin siquiera reparar en los daños. Y esa es la vida en su estado actual. Y ahí vamos todos y todas detrás de los dólares que serían esa carne fresca que nunca vamos a poder tener, porque nunca nos perteneció. Y ya va siendo hora de que persiga las líneas frescas del próximo libro que quiero consumir / leer, porque me está entrando la abstinencia, y el resultado de eso puede ser un texto como este, escrito con muchas ganas de leer y muchas más de comer y dormir. Tal vez las cosas no sean tan como las escribí, pero seguro que sí serán más precisas cuando las lea. Quizá el lector se parezca más a un zombie, y el escritor al fantasma. A lo mejor ese zombie solamente quiere placer y no piensa en otra cosa más que en saciarse. Por el contrario, capaz, el fantasma es demasiado consciente de sí mismo y viva esclavizado por eso. No sé, debería quedarme un rato más en esta sala de espera, que recién hoy estoy conociendo. Será que todavía no logro asimilar las reglas para este nuevo mundo, ¿cómo era eso de aparecerse a las dos de la mañana en la esquina de Francia y Garay, levantar la cabeza, alzar los brazos y decir…..”Buuuuuuuuuu”?   

 

********y de fondo una de fantasmas:

****************************humildemente, Juan************************
*******Podés vivir en mí....podés vivir en un fantasma************************+

y nadie es feliz.................*********************************

Registro tanguero

Debería poder afirmar cosas del tipo: “El otoño ya no es lo que solía ser”. Pero no es el caso, primero porque todavía no viene siendo otoño en el barrio Rivadavia, y segundo porque ese tipo de cosas ya las inventó el tango, y las usó demasiadas veces. Sería como aceptar lo de que cada argentino que se precie de tal, viene con una milonga adosada. Cada historia con un dos por cuatro que tiene una pátina de nostalgia y mucho de lacrimoso desengañado de todo, de la mina, el barrio, el otario, la vida. Y ese otoño que ya no es lo que fue ayer, y que nunca más volverá…y dejemos que cada estación se vaya, y que veinte años es en verdad un montón, y que para jugarse entero ahora, Carlitos, debería ser un ludópata virtual. Eso, que las cosas cambian es seguro. Eso otro, que lo que cambia nunca es para bien. Otra frase de tanguero desengañado, todo parece una trampa de registro. Mi Mar del Plata querido, cuando yo te vuelva a ver, querrá decir que en algún momento me fui, pero eso no estaría pasando, y la verdad que no le pasa a mucha gente, pero quién no siente algo con esas palabras de tanguero llorón. Irse y volver, pero volver esperando a que eso signifique un viaje al pasado en presente, ser joven otra vez, tener esas mismas esperanzas, y que el barrio esté pujante como al inicio de todo. Pero nada que ver, ya todo es pena y olvido bien olvidado, en un presente que se materializa en ruinas. Más frases y conclusiones tangueras, toda una filosofía de perdedores perdidos, que vuelven a donde habían arrancado a soñar, pero ya desengañados y listos para empezar a desvelarse en una vida que solo les deja…la revancha de una buena milonga, qué tal. Y otra vez empiezan a sonar esos mismos acordes, esa rasgada rasposa y epiléptica que le da inicio a toda una extraña y genial manera de tocar la guitarra. ¿Será verdad eso de que los guitarristas de Gardel inventaron la púa, porque se rompían los dedos de tanto repetir las canciones para grabar en cada disco de pasta? Alguna vez alguien en la ciudad me lo contó, otro tanguero, seguro. Sí, uno que también es histórico y que en su momento tuvo el primer bandoneón color rojo de la ciudad. Lo nombraron, con obviedad de interior, “el bandoneón federal”, aunque su dueño me confesó que se lo pidió rojo al lutier porque le gustaba el color, nada más. También lo llamaron “el bandoneón socialista”, por lo que además fue perseguido y secuestrado por las fuerzas armadas genocidas de la dictadura. Era demasiado para esos verdugos patológicos, un instrumento musical, que irradiaba arte y encima era rojo. ¿Y qué onda con el rojo los milicos? ¿Tanto miedo un color? ¿Tanto miedo un bandoneón? Cosas que mejor no olvidar nunca, sobre todo cuando algún resabio dictatorial vuelve a la escena pública y tiene algún cargo importante en cualquier gobierno actual. Siempre hay de todo, en el lodo todos manoseados. Claro, el registro sigue haciendo lo suyo, y esto que escribo ya no se puede escapar. Si me tienen que cantar un tango que sea la Gata Varela o el Polaco Goyeneche, porque no hay mejores voces, o no se me ocurren otras, o mejor dicho no quisiera otras. Y perdón al resto de grandes voces del tango, pero tengo mis preferencias, no lo voy a ocultar. A otra cosa con el debate ese de si Piazzolla hacía tango o no, porque por suerte los géneros musicales hoy son transgéneros musicales y corporales, y eso está genial y tiene una sensualidad y una onda que hay que disfrutar y no perder el tiempo limitando, criticando, siendo todo lo que no es arte. Algún otario dice que la libertad es la libertad de mercado, y qué corto que le queda el corazón, porque la mayor libertad es la del arte, la de la música. Y es tan genial que bajo su paraguas caben todos, todas y todes, no hace falta sacar a nadie, no hace falta humillar a nadie, no hace falta hacer competir para que existan ganadores y perdedores. Ahora se me dio por poner un disco, uno de vinilo, uno de Julio Sosa, el llamado “varón del tango”. Y está esa milonga del firulete, un baile para virtuosos que mueven las piernas como nadie, o una gambeta futbolera de esas que solo se aprenden en los potreros de antaño. Y por eso se me pegó el registro tanguero y no me quiere dejar. La verdad casi no escucho tango, mucho menos lo bailé alguna vez. Tampoco pienso hacerlo en el futuro. Sin embargo, el hecho de haberme encontrado el disco de Julio Sosa tirado en la vereda de una esquina del barrio, me dejó con la obligación doble. Primero, rescatar ese vinilo de una muy próxima y segura muerte, y segundo escribir al respecto. ¿A respecto de qué, taita? Del tango, de su permanencia, de su insistencia. Hoy, barrio Rivadavia, siglo XXI, celulares sonando con el último tema de moda que salió hace diez minutos en la plataforma XXXX en Nueva York…Y yo levantando un vinilo de una música de principios del siglo pasado, mientras igual sigo rajando los tamangos buscando ese mango que me haga morfar…Verás, sí, que todo sigue siendo mentira, y que casi nada es amor, porque al mundo nada le importa….Yiiiiiira yiiiiiira. Y aunque te cueste la vida, no vayas a dejar la oportunidad de agacharte a recoger un disco, sea cual fuera su tiempo y su estilo, porque dentro suyo hay una magia, el trabajo de unos prestidigitadores que te van a cambiar la vida…Porque quién te ha dicho che pebete, que pasó el tiempo del firulete….porque una última gran verdad como despedida de esta semana: por más que ronquen los merengues y las congas, siempre es buen tiempo para milonga…

*********justo el tema del disco que me encontré y que me cambió el día:

***********************************************************humildemente, Juan***************************raro bicho****************


Recuerdo

 

“Hace poco empecé a ver en la memoria imágenes nuevas, distintas de las que el recuerdo me había venido trayendo desde mi pasado más lejano. Al principio eran figuras discontinuas, no se precisaban y no podía ubicarlas. Se empezaron a fundir unas con otras, a transparentarse unas sobre otras, a borrarse en el momento justo en que estaba por reconocerlas, como si quisieran burlarme, aun cuando era yo mismo el que las proyectaba. ¿Yo había estado ahí?” (César Aira, En El Pensamiento)

Día húmedo número tal, del año tal, en la – todavía – temporada de verano tal. Cruzar de una esquina a la otra es toda una aventura, hay que tomar carrera cual saltador en largo, lanzarse y tirar el cuerpo hacia adelante, para poder pisar en una vereda que de seguro tiene un par de baldosas flojas, y qué cagada cuando pasa eso y el agua embarrada llega hasta la ropa impoluta. ¿A quién carajos se le habrá ocurrido inventar los guardapolvos blancos, para hacer sufrir a tantos niños y niñas y madres y padres que volvieron a las aulas esta semana, y a los grupos de Whats app de la escuela? Todo parece sonar a estrés imparable, pero suena más a recuerdo de ese mismo estrés que se sufrió el año pasado, y que se renovó ahora para irse volviendo ansiedad por el futuro año que tendrá la misma etapa, con la misma humedad, la misma vuelta a clases, los mismos grupos de Whats app donde padres y madres se muestran tal cual no deberían ser. Todo inevitable. ¿Por? No elegí la temática de la semana, no elegí el escenario, no elegí las palabras, los motivos, las imágenes, la música de fondo. Todo apareció dado como de casualidad. Aunque, para ser más precisos, habría que reconocer que las cosas vienen desde los recuerdos, viajan desde los recuerdos, y ese es un mecanismo que no se puede controlar. ¿Por qué se me viene a la cabeza esto de ahora y no más bien otra cosa distinta? El recuerdo se presenta sin que lo llamen, no avisa a la puerta ni al celular. Entra al ambiente en el que estemos, y finalmente encuentra el lugar en el que acomodarse, aunque le pongamos cara de pocos amigos. No le importa, porque su misión es otra, su misión es responder a una convocatoria involuntaria, sabiendo que probablemente no sea bien recibido. Como un pariente lejano que cae justo la tarde en la que te compraste un fernet, un salame y queso Batán. Estabas ahí, saboreando antes de tiempo el anochecer con su picada y la película que sea, pero cae este visitante indeseado y se acabó todo. Y el visitante es un recuerdo, siempre. La persona que cruza ese umbral sin avisar y con habilidad para no ser detectada, trae un recuerdo consigo, y habrá que ponerlo sobre la mesa para ver qué onda. Y por ahí aparecen los días de humedad  en el barrio Rivadavia, la hora de baldear que es un llueve sobre mojado, los preparativos para arrancar el año, porque el año siempre empieza en marzo, con calor, con humedad, con lluvia, con ganas de empezar las vacaciones. Y, sobre todo, el año arranca con recuerdos, recuerdos de otros comienzos con sus respectivos finales, porque no quiero ser pesimista, pero la realidad es que todo proceso tiene su final, y nadie sale vivo de esta historia, a menos que se crea en cosas que para qué, ¿no? ¿A quién se le habrán ocurrido las religiones? No tengo respuesta para nada, la verdad. ¿Ya lo dije, no? Estoy cansado y con ganas de vacaciones, y estoy dolorido por la humedad…¡Eso! La humedad es algo muy único porque hace doler viejas heridas, viejas cicatrices. Funciona como el recuerdo, aparece cuando menos se la espera, y es una verdadera molestia. ¿Recordar es molesto? La memoria es un artefacto que existe para inquietar. Y también para hacernos trabajar la culpa, y para que tengamos una advertencia. ¡Ojo, cuidado! No vaya a ser cosa que repitas lo mismo que ya te pasó aquella vez…Y qué gran mentira esa, porque las cosas no suceden dos veces, con una basta para terminar la experiencia entera. ¿Parecido? Puede ser, pero nunca se repite. La historia pasa primero como una gran tragedia para luego repetirse como…nada, como nada, simplemente no se repite, pasa otra cosa, y hay que atender a esa cosa que acontece, y no al recuerdo de algo que nuestra propia mente se esfuerza por hacer parecer similar. Culpa, otra vez. Eso de me pasa siempre, aunque solo fue una vez. Entonces, ¿la humedad de ahora no es la humedad de ayer? No, claro. Es otra cosa, porque nosotros también somos diferentes. Parecidos, pero diferentes. Lo que sugiere un trabalenguas existencial, pero es una verdad de Perogrullo. ¿Te acordás de esa noche que fuimos al cine y te fuiste pateando a tu casa con la botella de birra en la mano, empinando cada dos pasos? Un recuerdo, que no tiene por qué ser preciso, porque los recuerdos tienen eso, nunca son lo que en realidad pasó. Por eso mismo, ¿cómo podría repetirse? ¿Se repite el suceso real o una interpretación? Vaya dilema para un anochecer tan pesado, y que justo disparara el comienzo de esa novela con la que Cesar Aira volvió a ganar un premio literario, y volvió a aparecer en los medios de comunicación. Ya me quedaba el recuerdo de Aira, nomás. Pero ahí está, vuelto a recordar y contestando preguntas referidas al hecho de ganar concursos, todavía. Pero está su foto vieja, del pasado, ¿o será una actual? Por ahí es el mismo Aira de antes, pero recordado ahora. Dos Airas premiados en dos momentos distintos de escritura, dos Airas multiplicados para obtener más candidaturas al premio Nobel y más novelas para seguir escapado hacia delante, el único sitio en el que todavía hay lugar para un par de personajes que merecen ser recordados. Recordar es actualizar a los muertos, hombres y escenarios, para poder enfrentarlos y extender esa agonía que nos acompaña todo lo que dura la vida. Un recuerdo que nunca pedimos, pero que allí está. Una incomodidad, tanto como la humedad, la lluvia fuerte y la falta de cerveza en la esquina de siempre. Y ojalá que no te tome por sorpresa mi recuerdo, y que si lo hace no te ocasione un mal augurio. A veces es mejor dejarse atrapar por un recuerdo, que perseguirlo para terminar fraguándolo.


****************la foto es un recuerdo de un mural que encontré en el barrio, el tema que acompaña es el que debería sonar:

*****************humil-de-mente, Juan**********neooooooonnnnnnnnnnn*******recuerdo 

Tengo un baile de marineros en mi cabeza

Eso sería el título o a lo mejor una cita de comienzo, o tal vez el epílogo, o un verso que me quedó haciendo ruido, desde una lectura de ha...