Lunática anomalía magnética


Uno de mis cuñados me explicó su rutina de ejercicios para poder combatir con eso que tanto nos pesa, la culpa por disfrutar tanto del fernet. Bueno, resulta que él le encontró la vuelta con un entrenamiento que me detalló, pero que lamentablemente no pude retener. Aunque sí me acuerdo de uno de los ejercicios que resulta bastante simple pero agotador, como la mayoría de las cosas de la vida. Se trata de hacer movimientos de traslación, de un lado hacia el otro, manteniendo una postura determinada. Primero se empieza bien despacio, y luego se aumenta la velocidad. El nivel final se alcanza entrelazando las piernas con una suerte de elástico que comprime la postura, hace que las extremidades -que luchan por alejarse- se acerquen más. Uno se esfuerza por separar lo que la soga elástica quiere unir. Se me ocurrieron varias comparaciones o medio metáforas que vienen a cuento de este ejercicio. Y la verdad es que un poco suele suceder eso con la gente que uno más quiere, y que a lo mejor se ejercita para juntar, pero sin embargo le sale lo contrario. Sería el mismo movimiento pero haciendo de soga elástica, y no de piernas expandidoras. ¿Existe esa palabra? ¿Existe ese ejercicio, o lo entendí mal? Parte de eso es el problema que enfrento el día de hoy, un día especial porque estoy a punto de dejar el barrio por unas semanas, como haciendo el ejercicio de traslado pero sin estar muy desesperado por volver al punto de origen. ¿Qué pasa con el punto de origen? Hay gente que es muy buena borrando este tipo de cosas, hay otra que no puede separar las piernas porque tiene una obsesión con ese punto, y también estan quienes se trasladan tanto que parece que ni siquiera tuvieran en cuenta que existe un punto de origen. En las historias pasa más a menudo. Toda historia muestra su punto de algo, y se va moviendo o se queda inmóvil, y lo que se mueve son otras cosas. Confirmación 1: Movimiento hay siempre. Puede ser en forma de soliloquio, disquisición mental, o aventura lisa y llana. Todo eso es movimiento. Pero lo hay del intenso, de ese que se necesita para llegar mejor físicamente al verano, o con menos culpa a la hora de barrer con la mesa de dulces en año nuevo. Y si es con sidra de la buena, tanto mejor. Confirmación 2: sidra de la buena tiene que ser una con etiqueta que incluya algún año, mil ochocientos ochenta y pico, o algo similar. Volvamos a la intención que tengo de arrancar el año en plena expansión. Sí, ya sé, pésimo momento para viajar al exterior por cuestiones monetarias. Confirmación 3: andar corto de lana acá o en otra parte es lo mismo…Ergo, mejor me expando y veo qué onda. ¿Qué onda qué? Como en el ejercicio, va a ser importante el movimiento para lograr la satisfacción, o por lo menos no sentir culpa. Además, y esto tal vez sea lo más trascendental, con la translación viene la confirmación del origen, y de allí se puede percibir un tercer movimiento: un más allá que vaya uno a saber qué sea, o quién sea. ¿Epifanía, descubrimiento? Objetivo final, y de comienzo. Confirmación 4: en la web de Página 12 publicaron un relato de María Teresa Andruetto, que cuenta la historia de una familia que nunca se movió de su casa de campo, de su pueblo, del mandato familiar tradicional. Un hacer del punto de origen el máximo deber de la vida. Pero resulta que hay movimiento igual, y eso es lo genial. A veces los movimientos se esconden en los silencios, en lo no dicho. El silencio tiene acción, y ya tenemos música de fondo para la última reflexión del año. Tiempo de seguir camino, para percibir el movimiento en el cuerpo, mucho más analógico, para después volver al punto de origen y comenzar con esos ejercicios que ayudan a combatir el colesterol malo, así podemos durar más saludables hasta que cambie de gobierno, y después empezar de nuevo desde ese origen que siempre parece fraguado, reiterativo y muy insoportable. Mientras junto cosas para meter en la mochila viajera, me encuentro con un fragmento de La parte inventada de Rodrigo Fresán, que dice: “Así estaba ahora, así vuelve a estar él: incierto y difícil de interpretar. Todo él lado oscuro y a oscuras por todos lados, como una lunática anomalía magnética enterrada durante milenios en un cráter, sintiéndose tan cansado pero, al mismo tiempo, como si despertase cantando luego de un sueño de millones de años”. ¿Qué si me siento así? No tengo idea, pero me parece genial. Sobre todo eso de “lunática anomalía magnetica”. Si tengo que posicionarme en un estilo literario, en una escuela, una corriente, una poética, tendría ese nombre. Es más, lo pondría como presentación en el documento de identidad, sería mi nombre deseado, el que le pondría a mi primer hijo/a/e. Ya sé, por ahí es demasiado desestabilizador psicológicamente hablando. Aunque creo exactamente lo contrario, estoy seguro que si el primer día de jardín me hubiesen llamado así, ahora mis traslaciones serían más parecidas a las de los planetas, más matemáticas, más newtonianas. Buenos días “Lunática anomalía magnética”, ¿qué te hizo tu mamá para desayunar hoy? Un punto de origen que moviliza desde el vamos, una forma de encarar el mundo con la certeza de que la normalidad es un invento medio pelo, y que por lo general se usa para hacer propagandas o estrellas de música pop, o manifiestos políticos, o libretos de películas oscarizables que son un real embole, y que responden a ese género tan poco estimulante de: Comedia dramática, aka drama con algún personaje que hace algún comentario chistoso, aka historia dramática basada en (des)hechos reales, aka comedia romántica con un toque de suspenso dramático, aka drama y punto. Y dónde quedaron esas ganas de estirarse hasta romper la soga elástica, aunque parezca que el pantalón va a ceder, y el agujero mostrará que hace muchos años que no cambiamos de calzón…¡Eso! Estoy por irme de viaje y acabo de darme cuenta de que los calzoncillos que tengo están llenos de agujeros, y que encima ahora salen un huevo, por lo que queda cada vez “más lejos el culo del calzón”. Amo esa frase, y no quería que se me fuera el año sin escribirla en algún lado. Movimiento innecesario, tal vez. Confirmación 5: nos movemos de año, sin parar.

 

***La música de fondo prometida era esa de Charly, la del silencio tiene acción. Pero como ya tuvimos mucho de García en esta página, dejo una música genial del último disco de Lana del Rey, que es una hermosura. Nada que ver con nada, solo compartir lo que me gustó de este año que ya casi…

****************************************************************************************humildemente Juan, abandonando el barrio Rivadavia por tiempo indeterminado, que alguna vez terminará************¡¡¡Felicidades y salú!!!****¿por qué repetir muchas veces los signos de admiración, como si le diera más énfasis al saludo?***¿¿¿y si le meto más garfios de pregunta a esta frase, se volverá más misteriosa???*****


Ideas para una historia de fin de año


“Las palabras son testigos que a menudo hablan más alto que los documentos” (Eric Hobsbawn, La era de la Revolución)

 

Estoy escribiendo una historia que tiene su punto de partida en un fin de año cualquiera. En realidad, no tan cualquiera, porque la intención es que sea un relato de (otra) época – acá hago la aclaración porque para mí nunca bastó con decir que una historia es de “época” para referir a un pasado determinado, faltaría aclarar que es una historia de una época que no es esta de hoy, sino que viene del ayer, de un ayer arquetípico, que va a venir acompañado de modismos y vestimentas y carruajes fáciles de imaginar a la hora de pensar en un pasado, que puede o no ser mejor para hacer funcionar una historia -. Más precisamente, ese instante en la Historia en la que se chocan los dos cráteres a los que refiere el historiador Eric Hobsbawm cuando habla de la era de la revolución: 1) La revolución francesa 2) La revolución industrial.

El personaje principal sería un habitante del barrio Rivadavia, y ahí está el problema primordial. Porque es un barrio todavía sin existencia plena en el siglo diecinueve. ¿Cómo zanjar esa distancia espacio temporal sin que la historia se transforme en ciencia ficción? Pensé, primero, en una suerte de metaverso que mezcle todos los tiempos en uno, pero me parece una idea aterradoramente estúpida. Después, ahí sí me metí con la idea más de ciencia ficción, pero una que esté bastante presente y que sea proyectable en el futuro inmediato a mañana: la Inteligencia Artificial. Pero esto no tendría mucho sentido tampoco, y no es un territorio que me interese demasiado. Luego fui por lo fantástico, a lo mejor el poder de una marca de cerveza medio radioactiva, que se vendería en el chino de Jara al fondo por unos mangos menos que las demás marcas híper-inflacionarias. Un trago largo de ese líquido gaseoso y amargo bastaría para viajar en el tiempo. Y no cualquier tiempo, porque la cerveza se llamaría Revolución, o cráter vs cráter, o simplemente Eric H, cerveza para historiadores marxistas. Esta última idea es la que más me gustó, al menos por ahora. Digo, confieso, voy a dejar de escribir cualquier otra cosa por unas semanas, hasta que le pueda dar forma a esta historia que comienza en un fin de año, y que remite a la época de las dos revoluciones más importantes del siglo diecinueve. O una de fines del dieciocho y la otra del diecinueve, no me acuerdo mucho, voy a tener que releer los libros de historia del tío Eric.. Lo que tengo como drama principal es eso de hacer pasear a este personaje sin muchas luces del barrio Rivadavia, por un mundo tan diverso. En especial, es un problema la cuestión del lenguaje. El protagonista no sabe casi nada de inglés, y mucho menos francés. La historia, entonces, debería estar plagada de gestos, y de sonidos fuertes, para que todos los personajes que interactúen tengan que relacionarse sin hablar. Ahí me vino una buena idea que soluciona todos los problemas: el centro de las acciones sería el día más agitado de la revolución francesa, con una muchedumbre agitada rumbo a la toma de la Bastilla. Mucho grito, mucho insulto y cañonazo, y este personaje del Rivadavia extrañamente aclimatado, sin sobresaltos, porque habrá pensado que es otro día en el barrio, otra jornada de protesta, otro gobierno que cagó al pueblo, otro pueblo que se dio cuenta que se estaba cagando de hambre, y así. Entonces las esquinas no le serían tan diferentes, porque siguen sin arreglar los baches, y las revoluciones parece que no saben cómo desarrollarse y terminan amontonándose y pareciéndose demasiado a los fracasos que ya fueron. Porque en el camino siempre aparece un Napoleón o cualquier otro loco con delirio mesiánico, al final de lo que se creía libertad. A lo mejor, el salto de la cerveza radiactiva luego traslada a este personaje del barrio Rivadavia, rumbo a cualquier fábrica inglesa donde la industria se apodera del mundo al ritmo del sonido infernal de una máquina a vapor. Entonces este personaje, ya bastante escaviado, ahora aparece encerrado veinte horas al día en una fábrica con otros proletarios ingleses, trabajando a destajo y ensordecidos por el ruido insoportable de esas máquinas que apenas entienden. Y entonces siguen con la birra, y algunos pierden las extremidades por manipular las máquinas en estado de ebriedad, y otros balbucean unos gritos a sus compañeros diciendo que hay un judío barbudo que empezó a escribir sobre ellos, y que la explotación del hombre por el hombre es lo que los llevó a semejante vida, que no es vida, sino esclavitud industrializada. Y en este punto, nuestro protagonista no termina de entender muy bien de qué se quejan, porque para él más o menos la vida resultó así en el año 2023. Ya lo anticipé, la historia tiene varios puntos flojos y todavía no termina de ser clara en el mensaje que quiere plasmar. O a lo mejor no resulta necesario que deje nada. Tal vez la historia sea más el descubrimiento de la propia identidad que puede experimentar este habitante del barrio Rivadavia, en contextos tan diferentes al suyo. Y, sobre todo, a lo mejor el viaje espacio temporal a través de la cerveza, sea una manera de fortalecer su propio lenguaje y su propia historia, como un paseo lingüístico-cultural que lo lleva de regreso al inicio, de cara a su propia cultura. Y, tal vez, en ese último momento este personaje adquiera la máxima lucidez, y termine por darse cabal cuenta de que lo mejor que puede hacer es negarse a perder todo lo que fue desde un principio, que sus viajes pueden ser interesantes, pero que su cultura es lo que debe defender por siempre jamás. Y que, sobre todo, tiene que tener cuidado con la cerveza que tome, y con el predicador que tenga al lado, uno nunca sabe qué tipo de libertad y revolución le están vendiendo, puede que sean dos palabritas que se hayan devaluado mucho más que el peso argentino. Sí, argentino hasta los tobillos.


*****Y claro, de fondo suena:

***********************************************************************************************humildemente, Juan********una canción de época de fiestas*************¿Qué fiestas?************no hace falta contestar***************hasta el año que se viene encima...



FALTÓ ALGUIEN QUE EMPUJE (la única vez que vi a mi tío jugar)

 

En esta historia, que no me pertenece, hay un comienzo que podría considerarse la verdadera historia. Porque el grado cero es el siguiente: una mañana corriente como cualquiera de las que gastamos sin recordar, recibí una carta. En otros tiempos pasados, esto sería un detalle. Pero hace tantos años que no recibo cartas, que la sociedad no escribe cartas de puño y letra, que el hecho resulta casi fantástico. Hay (des)honrosas  excepciones, como las cartas documento que traen pésimas noticias, y los resúmenes de tarjetas que van por ese mismo lado indeseable de la escritura. Por lo general, tienden al abuso de un registro formal que ya no existe, y ese es quizás su único atributo, ser las depositarias de un registro en extinción, como una suerte de resto de animal prehistórico preservado para las siguientes generaciones. Entonces me tomé el tiempo, el lugar y el contexto necesarios para la lectura de esa pieza única. Como arqueólogo de historias, la lectura es más bien un degustar cada sentencia, que trae un recuerdo, una pintura de todo un universo que ya no existe, y que quizá nunca existió exactamente de esa manera, la manera de la carta. En una de sus geniales novelas de pueblo costero, Juan Forn hace referencia a todas aquellas cosas que no se saborean, como la luz intensa de un amanecer, pero que dan la sensación de que sí se podrían degustar. La carta tiene ese extraño poder, tal vez sea como la magdalena y el té de Marcel Proust, a lo mejor es ese disparador que necesitamos para poder explicarnos todo un tiempo perdido. Un tiempo que ya es nuestro pasado, pero que todavía tiene mucho para decirnos. Entonces sí, a lo mejor esta carta no sea exacta, mucho menos la interpretación que yo le voy a dar. Sin embargo, si las mediaciones se juntan virtuosamente, una escritura a puro pulso y recuerdo de infancia, más una lectura nostálgica de alguien que empieza a ver cómo crece desmedidamente el living del pasado, por ahí pueden descubrir algún que otro registro que valga la pena desenterrar, que valga la pena sacar de vez en cuando del museo para ponerlo en el día a día del presente. Y ahí, finalizados los noventa minutos de juego, veremos qué nos pueda llegar a significar…

…Es una historia futbolera, un recuerdo. A lo mejor es un intento de no perder aquel día, y alguno de sus personajes, para que la posteridad decida si valen la pena esta y alguna lectura más. El título es una frase que esconde un resultado claramente poco satisfactorio no solo para su emisor, sino también para el resto del equipo. El subtítulo no es más que la marca del punto de vista, el descubrimiento del emisor. El resto es un robo, un atraco que por primera vez dejo expuesto, por respeto y cariño a mi primo. El partido habrá sido una tarde de sábado o domingo, de cualquier momento del año. El escenario es una cancha de barrio, un pasto castigado por la inclemencia de las mañanas con escarcha de la ciudad, y el nulo cuidado por parte de los vecinos. Las áreas peladas, con grandes trozos de tierra ceca, el pasto medio amarillo creciendo hacia lo que sería el círculo central. Hablo en potencial porque la cancha estaba sin terminar. Los límites eran borrosos, como si se tratara de un espacio de frontera. Las líneas laterales apenas perceptibles, las áreas marcadas con huellas lunares poco claras, los arcos sin red. Y ese detalle va a ser importante en algún momento, por eso pido que no lo olviden. Hay dos equipos que quedaron en enfrentarse, con la poco precisa confirmación de tiempos en los que no existían los celulares y las casas con teléfono eran una rareza de lujo. Pero era fin de semana y a la cancha se iba a jugar o a mirar para ver si te convocaban porque faltaba alguno, y punto. Once de un lado, con camisetas blancas. Once del otro sector, sin distintivo. Lo de la camiseta fue como un acto de amabilidad, ya que el equipo sin distintivo estaba conformado por jugadores mucho más jóvenes. Y este es otro detalle a tener en cuenta. Antes de iniciado el encuentro, hubo un intento por emparejar la clara desventaja etaria. Pero los más veteranos suelen ser los más acérrimos defensores de aquello que los va a liquidar, por lo que a los más jóvenes solo les quedó aceptar la ventaja, y a cambio ofrecieron las camisetas blancas, como una suerte de consuelo estético. Yo estaba con mi abuelo detrás del arco del equipo de los veteranos, sobre el palo izquierdo. ¿Por qué? Iba a ver jugar a mi tío, por primera y única vez. Y acá paso a aclarar algunas cosas: como si se tratara de héroes de la antigua Grecia, mi familia tiene un linaje de futbolistas que supieron destacarse en sus equipos locales, sea de fábricas de laburo o de clubes sociales. Mis tíos eran famosos por haber conformado una dupla infalible en la segunda división del futbol local, décadas atrás. Y más allá en el pasado, mi abuelo había sido caracterizado como lo más grande y glorioso que un fanático del fútbol pudo haber visto en una cancha, incluso por encima de Maradona y Pelé. Con esa idea rondando en mi cabeza de niño estaba junto al legendario abuelo, dispuesto a observar al Aquiles que todavía quedaba en la mítica familia futbolera, de la que yo sería el nuevo eslabón, y mi hijo la continuación perfecta.

Con toda la expectativa en la retina, y el sol cayendo de a poco por la 226, comenzó el partido. Los primeros minutos fueron un poco desconcertantes, ya que reinaron las imprecisiones y el reacomodamiento de los jugadores, que empezaban a darse cuenta de cuál sería su rol en el desarrollo del juego. Luego de eso, la cancha pareció venirse encima de mi abuelo y de mí. El equipo más joven, sin distintivo, hizo pesar su potencia física, y mi tío junto a sus Aqueos - encanecidos y con barrigas poco esculpidas- empezaron a sufrir el asedio. Los jóvenes delanteros dejaron pronto las sutilezas y comenzaron a cascotear el arco adversario de manera salvaje. Los disparos se multiplicaban como piedrazos o lanzas mortales, con la violencia del que quiere dejar en claro que la diferencia es indisimulable. Entre tanto cañonazo me fue imposible distinguir a mi tío, que deambulaba perdido en el mar como Ulises, sin encontrar la pelota, al igual que sus compañeros de camiseta blanca. El marcador se rompió, y en pocos minutos la diferencia se transformó en una goleada despareja. Mi abuelo y yo solamente asistíamos al arquero de los veteranos alcanzándole la pelota, porque como ya comenté, el arco no tenía red. Y como tampoco había árbitro, hicimos lo posible por poner en duda cada gol de los rivales de mi tío.

-          ¡No hombre, no! ¡Salió afuera! ¡Eso no fue gol!

Los gritos desesperados eran de mi abuelo, que intentaba que la diferencia en el marcador no sea más deshonrosa.

-          ¡Callate viejo choto, fue un golazo! ¿Por qué no entrás a jugar en vez de hablar al pedo?

La respuesta era del delantero del equipo sin distintivo, que claramente había visto pasar su remate por debajo del travesaño, ante la inútil reacción del arquero.

-          Te pintaría la cara, pero no puedo dejar al nene solo, ¡cabeza de dado!

Mi abuelo sabía que era imposible hacer nada al respecto para dar vuelta el partido, mucho menos sumar un veterano más en el equipo en clara desventaja, y por eso me usó de excusa. Yo estaba petrificado por lo que le pudieran hacer a mi abuelo, porque el insulto había sido un exceso de esos que se pueden pagar caro. Y acá va la aclaración: lo de “cabeza de dado” era en referencia a que el delantero del equipo más joven no era bueno para cabecear. Mi abuelo, entre otras cosas, tenía talento para detectar las debilidades del rival y ponerlas en palabras que hieran, motivo por el cual era común que terminara a las trompadas. Esa no fue la excepción. Afortunadamente, los mismos jugadores frenaron al delantero agraviado y pudimos llegar al descanso del primer tiempo más o menos en paz. El resultado parcial, un lapidario e irremontable 0 – 4. Mi tío se vino a charlar con nosotros, antes de volver con su equipo a intentar levantarle la moral. La imagen fue desgarradora, pero inmortal. Iba caminando literalmente desarmado, con una mandarina en cada mano, pero haciendo un gesto que es el que no voy a olvidar jamás: una suerte de empuje, remada hacia adelante, acompañado de una explicación que dirigió a mi abuelo:

-          Sabés lo que pasa viejo, falta alguien que empuje.

El abuelo miraba al pasto, con resignación, enojo y la certeza de que ese partido estaba perdido. No había nadie que pudiera empujar, al menos tanto como para dar vuelta un resultado tan abultado, contra un equipo mucho más joven. Era la caída del Imperio Romano, de una época dorada que ya no volvería más. El tío comía las mandarinas como buscando la juventud perdida, las tardes tirando paredes con su hermano, llevando a Colegiales a lo más alto del fútbol marplatense. Pero el tiempo pasa y la historia toma caminos que son infames. Un tío ya no estaba, demasiado perfecto había sido ese guerrero como para que un país lo soportara. Se lo llevaron los milicos y nunca más volvió. El linaje recayó en mi abuelo, que pronto se retiró de las canchas porque ni el cuerpo ni el alma le dieron más. Y quedaba mi tío, con las dos mandarinas en la mano, pidiendo la presencia de esos que ya no estaban ahí para ayudarlo a empujar. Ahora lloro porque en ese momento no me di cuenta, o no pude hacer nada para empujar, porque era muy chico y no me dejaban jugar. Pero con el paso de los años, tuve la suerte de recordar esa tarde. Y espero haber estado a la altura, por mi abuelo, por mis tíos, por el linaje, por el hijo que veo hoy, detrás del mismo arco, un poco tirado a la izquierda. Ahí va él, empujando la historia, y yo emocionado lo veo seguir esos pasos, recuperar ese tiempo, esas huellas que son las mías y las suyas. Y miro al cielo por mirar, y todavía lo escucho a mi abuelo: “Qué va a ser…el tío es un crack, cualquiera que lo vio jugar coincide en que podría haber jugado en cualquier equipo de primera. Pero esta vez sus compañeros no ayudaron. Faltó alguien que empuje”

Cómo me gustaría que estuvieran esta tarde, mis tíos, mi abuelo, con mi hijo y yo. Creo que entre todos podríamos empujar y dar vuelta cualquier historia, cualquiera. Aquella tarde terminó con un desajustado 1 – 8, pero poco importa. No les voy a confesar quien hizo ese único gol para el equipo veterano, de camiseta blanca. Guardo esa jugada imborrable para contársela a mi nieto, para explicarle cómo eran las batallas en los tiempos mitológicos de la ciudad, para contarle sobre la tarde en la que Aquiles nos dejó su última corrida inmortal.

 

 

*Termino de saborear la carta, entre risas y lágrimas, con un café en la mano. Estoy sentado en la barra de un bar por calle San Juan, una tarde cualquiera, en una pausa rutinaria. Agradezco a mi primo Reinaldo por haberme regalado este recuerdo, y espero haber estado a la altura con la transcripción. Utilizo algunas frases suyas de manera directa, porque me parece que cuentan mucho mejor que cualquier artificio mío. Agrego detalles para que la ficción se complete. Por eso, este relato es en verdad una construcción colectiva entre mi primo, el Yo que dice yo, y todos los personajes que aparecen en la historia, y que son parte fundamental de nuestra Historia.


*Música de fondo:

*************************Humildemente, Juan*************************


Sabor a fin de año

“Ciertas cosas tienen sabor, aunque no hayan pasado por nuestra boca: el ruido cuando nos sacan una radiografía, la luz de la linterna contra nuestra pupila, el golpe seco de los dedos del médico contra nuestra espalda, el orden impecable de esos armarios de vidrio de enfermería” (Puras mentiras, Juan Forn)

Para restaurar correctamente, reinicie el sistema. Qué fácil que resulta hacerle eso a una computadora, ¿verdad? Pero cuando se lo lleva a la vida práctica de cada uno de quienes todavía respiramos este mal aire, la cosa se complica. Digo, la decisión no resulta nada fácil de tomar, porque lo que genera la rutina/sistema es un acostumbramiento que es un narcótico muy potente. Nadie quiere deshacerse de ese efecto, para nada. Todo lo contrario, es la droga perfecta para hacer de la vida algo digno de saborear. Y no es que hable desde la punta del Everest, para nada. Me encuentro tan narcotizado y adicto como el que más, enganchado a este fentanilo que es el día a día. Con esas pequeñas broncas de las que nos quejamos, pero sin las cuales no podríamos sobrevivir. Y tiene una explicación racional, ¿no? Porque si me mudara a Marte mañana, porque allí de repente se podría respirar como en la Tierra, al poco tiempo ya estaría robando libros para armarme algo similar a la biblioteca que tengo ahora. Y a la noche, por ahí, me pondría un toque melanco, buscaría la manera de escuchar algún tema de Stevie Wonder, y sin dudas inventaría una bebida lo más parecida posible a la cerveza. Cerveza en Marte y superstición, y que el universo se hunda en su propia oscuridad, esa que tiene tanto que le sobra por todos lados, a los costados de cada galaxia. Me despertaría a tal hora, trataría de comer, cepillarme los dientes, construir algo similar a un baño, y ya está. Quiero decir, estaría nuevamente adaptando el ambiente para que se parezca lo más posible a ese otro lugar que supuestamente me cansó y abandoné. Cuestión de especie, costumbre, folclore, filosofía, estilo de vida, neurosis. Lo podemos llamar como sea, pero que existe es indudable. Supongo que tiene diversos grados, que no se da con la misma intensidad en cada ser humano. Hace poco un generalista me advirtió: “Nunca hay que generalizar”. Tamaña generalización. Calculo que podemos generalizar cuando haga falta o lo sintamos así. En fin, por lo general, la gente que viene de otras ciudades y se queda en el barrio Rivadavia, vive su vida imaginando que está todo bien porque el mar está cerca. Eso en un principio. Después, casi sin darse cuenta, se encuentra con su rutina más alejada del mar que cuando no vivía en Mar del Plata. Suele suceder. Expectativas versus realidad. Otra generalidad que no habría que generalizar, porque no son cosas que se enfrenten. A menudo, la expectativa por desgracia se hace realidad, y esa nueva realidad da nacimiento a otra expectativa, que vuelve a ser una fantasía que muere cada vez que se cumple. Algunos piensan que es mejor vivir fantaseando, desde una resistencia en la realidad que pasaría a ser una construcción ajena, incontrolable, por lo general no deseada. “No hay que generalizar”. Lo que no nos gusta pasa al lado de la extranjería, y desde ese momento crece un rencor hacia lo no experimentado. Todas esas cosas que fueron semilla de lo que sospechamos no está dentro de nuestra expectativa. Es realidad. Y con la realidad suelen venir los dolores de cabeza, y todo lo que tiene que ver con la vida en sí. Rutina, que un buen día dejamos de lado, cambiamos, hasta que de a poco da nacimiento a otra, y luego a otra, hasta que creemos encontrar el estadio perfecto: uno en el que la expectativa y la realidad ya no existen, y solamente queda lo que queda, un resto de todas las cosas que intentamos hacer, que intentamos cambiar, y un suelo de concreto que era lo que permanecía mientras saltábamos en el espacio tiempo, hacia los aires de Marte o cualquier otro exoplaneta, al grito de “soy terrícola pero la verdad es que lo odiaba”. Luego todo es angustia y melancolía, y un deseo alimentado por la certeza de que no hay nada mejor que aquel lugar que nos vio nacer, porque ya anduvimos en pelotas y nos conocemos muy bien. Generalizar: No hay lugar como el hogar, y siempre estamos partiendo buscando volver a donde habíamos empezado, algo así como el camino del héroe, que sale en busca de aventuras para terminar de volver a su habitación de nacimiento, a casarse con quien sea que viviera al lado, y a empezar la historia al revés. ¿Generalización N°?: he venido a morir donde nací. Entonces se supone que la vejez nos daría ese tiempo lento para acomodar todas las historias dentro de una sola y homogénea Historia, que finalmente tiene mucho que ver con ir a comprar pan y una cerveza a lo del supermercado chino de siempre, que antes era el almacén de Beto, y que antes había sido el negocio donde se conocieron nuestros padres, y la Historia es una cadena de favores mal pagos, que desembocan en mí. El centro de todas las galaxias, y que cada quien la cuente como mejor le venga en ganas. Para ir terminando el divague de la semana, es necesario retomar el camino, eso de resetear el sistema. Generalización etc: el año nuevo es la oportunidad para volver a armar esa lista de pendientes que quedaron de los años anteriores, y que no terminan de realizarse nunca. Linda expectativa para el fin de año. Realidad de primero de enero: no pienso limpiar la alacena, y el balcón se va a quedar como estuvo siempre. Después de todo, no hay mejor lugar que el hogar, y para poder reconocerlo cada vez, las cosas deben permanecer igual que siempre. La mierda y todas sus formas que se queden ahí, pero también – y sobre todo- que sobresalgan esas cosas que nos hicieron sentir tan bien, todos esos gestos que si se pudieran saborear serían las delicias más extravagantes y magníficas que un terrícola podría soñar.


********Música para llevarse a Marte:

********************Hiumildemente, Juan**********recién empezando****************recién empezado............

El príncipe de Persia

Saltar, pasar en zigzag. Supongamos que un príncipe Persa cierra los ojos mientras le cae una bomba en el medio de la cabeza, y todo estalla...