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Nadie puede morir por mí



“Las cosas importantes acaban por llegar a tiempo, aunque sea a última hora y aunque no estén destinadas a la inmortalidad” (Martin Heiddeger)

 

El detective Congelado estaba parado en la góndola de quesos y fiambres del chino al que iba todos los días. Y vale aclarar que ese "todos los días" dependía de algún cobro de algún trabajo, que poco y nada tenía que ver con su profesión. ¿Profesión? Le había recriminado su ex pareja, pegando un portazo que retumbó en su ya viejo corazón y en todo el largo pasillo de la habitación que alquilaba en Francia y Garay, barrio Rivadavia. Desde aquel día había aceptado – nuevamente – la soledad que lo acompañaba y lo acompañaría hasta que la muerte los encontrase nuevamente, y así seguir con esa única e incomparable compañera mucho más allá. Bien, queda claro que no era el mejor momento de su vida por varios motivos. El principal, en aquel instante, era la imposibilidad de comprar un salame picado fino Cagnoli, que era su favorito y que había aumentado considerablemente de precio. Para poder zafar la semana se estaba dedicando a trabajos que consideraba “menores”: cuidar ancianos, hacer algún que otro “mandado” de esos que se pagan bien por el tipo de mercadería que mueve, intermediar en compra y venta de coches de dudosa procedencia. En fin, todas changas que le permitían, por lo menos, parar la olla unas semanas más. Difícil, el verano, no quería imaginarse lo que le esperaba el resto del año, así que se fue directo a la góndola de vinos y luego a buscar ese salamín que ya le tiraba por la borda la idea del festín. Se llevó lo que pudo, algo de fiambre y un pan medio duro del día anterior. Sería una de esas cenas olvidables, pero había comida, mucho mejor que la anterior, en la que había vagado por Jara con una botella de algo fuerte y barato que no se acordaba qué era. Digamos que su intención era borrar la memoria, pero había acontecido un pequeño inconveniente. Por algún motivo, su memoria se reforzaba día a día, casi que podía volver a sentir en carne propia los acontecimientos pasados que lo habían traumado. Era como si su propio cuerpo fuese una máquina del tiempo, pero con una sola dirección: el pasado. Entonces volvían todos sus conflictos y las personas con las que los había vivido. Pero como en verdad eran solo recuerdos, no podía cambiar nada, solo asistía al inevitable desarrollo que terminaba por angustiarlo otra noche más. En ese momento, en el inentendible presente, tenía una idea: se tomaría el vino, comería el fiambre con el pan duro y se lanzaría decidido contra el 554, le saldría al cruce en el momento en el que agarrara la onda verde de Jara, por la madrugada. No pensaba en la consecuencia obvia, por supuesto. Lo que quería era apagar esa maldita máquina, la que lo depositaba en el pasado. Necesitaba experimentar el cambio. Si lograba sobrevivir, a lo mejor despertaría y sería todo presente, ser en potencia nuevamente, con el pasado definitivamente olvidado. Como en esas novelas, pensó, en las que el protagonista se olvida de las personas a las que amaba. Una verdadera bendición, pensaba - la desesperación es mala consejera -. Entonces tomó la decisión, y comenzó lo que podía ser su última cena. No había apóstoles ni vírgenes ni prostitutas. Estaba sólo con un gato que dormía como para no tener que mirarlo. ¿Tan terrible sería su figura? No se contestó, sino que la máquina se activó nuevamente, y se vio en una mesa de un café, en algún momento de sus últimos años, trabajando en un caso imposible. Tenía que encontrar a alguien que no quería ser encontrado. Un clásico, el tipo se había fugado con una guita que no le correspondía. Él tenía que encontrarlo antes que lo encontraran los que lo iban a matar. La mujer del tipo lo había contratado, por unos cuantos pesos que su hermano le había regalado. Dudó en aceptar el caso, pero la mujer estaba tan consternada que no pudo negarse. Cogieron de lástima y todo, como para aguantar una noche más. En la cama él le preguntó por qué esos tipos que buscaban a su esposo no habían ido por ella. Mientras compartían el último cigarro, ella le explicó que eso no tenía sentido. Los tipos querían matar al esposo, nada más, y sabían perfectamente que a él poco le importaba ella. Un clásico, el amor primero es al dinero, después a las cosas, luego a los animales y, si queda algo, vienen las personas. Exacto, dijo ella, por eso te cogí esta noche, porque para mí valés menos que un perro. Ese recuerdo le causó gracia, pero le dolió un poco en el pecho, porque él sí se había encariñado con esa mujer. No podía evitarlo, en el fondo era un romántico de la peor época, la de Bécquer y el rayo de luna. Casi terminando el vino, la máquina temporal lo llevó al día en el que se resolvió el caso. Tenía un dato que un zíngaro amigo le había pasado, un zíngaro con apellido tano, ¿Escardanetti? ¿Cardanelli?. Como sea, estuvo vigilando la entrada de un edificio toda la semana, hasta que ese día vio salir a un hombre que calzaba a la perfección con la descripción que le había dado ella, ella que había insistido en que le dijera dónde estaba, ella que había entregado a los dos tipos en una misma jugada. Así fue, aquella mujer tenía un arreglo con los tipos que buscaban a su esposo. Lo habían utilizado una vez más. En la última escena fueron todos por la costa hacia algún acantilado, no sabía con precisión dónde porque lo llevaron encapuchado. Cuando llegaron al destino alguien los sacó a punta de pistola y a los gritos. Caminaron a los tropiezos, se chocaron con el esposo de ella, hasta que cayeron sobre tierra seca. Les sacaron las capuchas, igual no veían nada. Los colocaron de frente al mar, los iban a quemar de espaldas, para que cayeran al agua con el impacto del disparo. ¿A quién iba a importarle dos cadáveres más flotando en el océano? Se vio en esa escena como si le estuviese ocurriendo otra vez. Quiso hacer algo, decir algo, gritar al menos en el presente, para que el pasado sonase de otra manera. Él imagina que lo que sucedió fue que algún vehículo pasó muy cerca y se llevó la atención de los verdugos, que uno de ellos disparó al voleo antes de escapar, y que como consecuencia el esposo de ella cayó por el acantilado. Él sólo se golpeó contra el piso, porque pudo impulsarse hacia atrás, reflejos que había adquirido en sus mejores momentos, los de la juventud. Cuando se levantó ya no había nadie en la escena, otra vez estaba sólo. No lo pudo entender. Al principio creyó que había sido suerte, pero luego continuó pensando hasta aquella noche. Ya se había tomado el vino, y no quedaba fiambre. Era tarde en la noche. Se fue de la piecita rumbo a Jara a esperar por el 554. La máquina no lo dejaba en paz, no paraba de pensar en esa otra noche. Se veía tirado en el piso y solo, buscando un motivo para no tirarse con el esposo de ella por el acantilado. Gritó fuerte, quería que lo pusieran a punta de pistola contra el horizonte, ver la luna rielar contra el mar por última vez, oír el disparo y morir como un héroe de novela negra. El 554 venía corriendo por Jara, cada vez más rápido. Él miró para atrás, nadie lo iba a empujar esa noche tampoco. Primero el dinero, después las cosas, más allá los animales y él al final de todo y de todxs. Nada iba a pasar aquella noche. Caminó un rato por las veredas de la avenida. Pensó que no valía la pena, nadie iba a morir por él. Aunque al pedo, sintió que, al menos, todavía el tiempo estaba de su lado...

Fundido a negro y esta música de fondo acompañando el final del relato corto:

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*******Dibujo intervenido: John Bratus - Philip Marlowe Speed Paint -

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