Fantasmas

 

Esos cambios repentinos, esa soledad solapada, ese reinventarse todos los días con los mismos materiales que estaban desde ayer. ¡Y cómo cambia el tiempo de una semana para otra!, entonces alguien me pregunta: ¿tendríamos que cambiar asÍ de repente, también, nosotros?. Yo ni idea qué contestar, me limito solamente a escuchar hace un tiempo, sentado en la vereda de las calles de siempre, Castelli y Francia, a tomar la cerveza de siempre. Después de un rato, y para mi sorpresa, cambio de parecer repentinamente y contesto decidido: por ahí está bueno pensarlo así, cambiar como cambia el tiempo cada dos minutos, pero hay que tener en cuenta que eso puede ser algo desquiciante. Digo, tanto cambio repentino es malo para el cuerpo, y no vaya a ser cosa con todos los virus que andan dando vuelta...Algo así me salió y me quedé pensando en todas esas veces que podría haber cambiado totalmente y no quise, o no pude. ¿Será temor? Seguramente, eso y los fantasmas que alguna vez se pegaron a uno y lo persiguen, como ese manga que es buenísimo que se llema Mieruko-Chan. La historia parece simple, pero se va complicando: se trata de una estudiante de secundaria que, un buen día y sin saber por qué, empieza a ver monstruos horribles en cada lugar donde intenta seguir su rutina diaria. Para peor, nadie más parece advertir esas figuras inhumanas aterradoras, que se le aparecen buscando una reacción que ella evita por temor, no sabe bien qué puede pasar si ellos se dan cuenta de que los puede ver. Con el correr de los capítulos, nos vamos enterando más detalles: estos seres deformados son en realidad espíritus de personas fallecidas, que quedan dando vueltas por el mismo espacio que los vivos, pero en otro plano, que solo la pobre de Mieruko puede ver. Entonces, esta joven fresca y vital, se va transformando en un ser atormentado, lleno de ojeras y con un gesto de fatalidad que solo su mejor amiga puede atenuar, una amiga tan inocente como buena, a la que decide proteger de esos monstruos que se le trepan encima. Porque lo que estos fantasmas buscan es la fuerza espiritual de gente copada, se alimentan de eso. A cambio, producen una especie de abatimiento en esa persona, por lo que Mieruku trata de desviar siempre el camino de los fantasmas, los evita, aunque no puede controlar sus constantes interrupciones, sus apariciones repentinas en los lugares más desopilantes. Los momentos más tensos se dan con la aparición de fantasmas gigantes y de apariencia monstruosa, que ponen a prueba la templanza de Mieruko, que debe simular tranquilidad en medio del pánico que le produce la terrorífica aparición. Afortunadamente, cuando no pudo disimular y uno de esos fantasmas-monstruo la quiso atacar, unos seres igual de extraños aparecieron para ayudarla, pero con una muda advertencia: solo podían socorrerla tres veces. Luego de eso, no le queda otra que seguir su camino arrastrando estos fantasmas, simulando que no están ahí. Obvio que la metáfora es más que clara, y que todos somos un poco Mieruko chan, que todos tenemos fantasmas que se nos aparecen en el momento menos pensado, y que algunos son horripilantes, y que sería mejor poder olvidarlos y cambiar para siempre, peeeeroooooo...la realidad no es tan simple, no podemos hacer desaparecer a los fantasmas, igual que Mieruko. Solo nos queda ir asimilándolos hasta que algún buen día no están más ahí, y con la certeza de que pueden volver en cualquier instante. Admito que al principio sufrí mucho la condición terrible de la protagonista, el hecho de tener que aceptar esa realidad tan terrible, me pareció el personaje de ficción más desafortunado de la historia. Pero después se me empezaron a materializar esos mismos fantasmas a mí, y me dije: bien, no estoy tan lejos de Mieruko. A lo mejor ya se me empezaron a notar las ojeras y la falta de sueño. A lo mejor mi gesto ya no tiene la frescura de años atrás. A lo mejor estoy hablando con un fantasma en este momento, y no me había dado cuenta. A lo mejor escribo para fantasmas que sufren día a día algo parecido a lo que me pasa esta noche. Volvamos a lo nuestro, cambiar o no cambiar, como el clima en enero, esa es la cuestión. Y entonces sigo diciendo con el vapor de la cerveza en mi boca, que para poder cambiar por ahí es necesario enfrentar a esos fantasmas, asumiendo la consecuencia que haga falta. Mirar para otro lado, escapar todo el tiempo, llenar de ruido la vida para tratar de evitarlos, solo retrasa lo que en algún momento debería llegar, la etapa de la asimilación. Igual que Mieruko, por ahí es importante averiguar bien las consecuencias de enfrentar semejante compromiso, porque no es gratuito tampoco mirar a la cara el horror. Corremos el riesgo del Angelus Novus, enfrentar los cargos de toda la historia más atroz de la humanidad (justo hoy que se cumple un aniversario más del Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto). Otra vez ese alguien me insiste: ¿No estarás exagerando? Me quedo pensando con un trago de birra más, y sí que estoy exagerando, obvio, para que el horror no se repita hay que hacerlo. Al igual que el escritor/dibujante del manga de Mieruko exagera. Los monstruos en la realidad son más sutiles, no se aparecen con tanta nitidez, y tampoco resultan tan desagradables en principio. Algunos hasta son tan hermosos que nos hacen llorar de repente, porque además nos traen recuerdos tan lindos, tan tentadores, que podríamos bajar la guardia y perder la cordura para siempre. En eso estamos mucho más jodidos que la protagonista del manga. A veces, preferiría que mis fantasmas fuesen todos horribles, para poder rechazarlos con facilidad. Para colmo, en nuestra querida realidad, si esos fantasmas te atrapan del todo, la culpa la tenés vos y te la hacen pagar encerrándote en alguna institución y quitándote la libertad. Un trago de cerveza más, y el deseo de que Mieruko pueda mantenerse estoica, esquivar los fantasmas, arrastrarlos sin que la atrapen, y que mientras tanto la realidad no la haga más desgraciada. Deseo eso para todxs, y para mí también...Termino de decir esto último, y la persona que supuestamente estaba al lado mío, preguntando y tomando la cerveza conmigo, no es más que una baldosa rota en la vereda de Francia y Castelli.   


******************Yo no sé si tendrá razón, pero por las dudas hoy elijo creerle a Charly:

******************************************************************************************************Humildemente, Juan, un fantasma más************************************************Cuidado por dónde pisás****************


Despertar



Se levantó de la cama con el pelo revuelto, revolucionado. Tal vez algo le habría hecho una suerte de click, quien sabe, era demasiado temprano como para ponerse a reflexionar. Obvio, se había despertado media hora antes de lo que decía la alarma del celular, que esperaba por salir a escena. Sabía bien que ya no se iba a poder dormir otra vez, y menos con tan poco tiempo disponible. Miró al lado, otra vez había dejado un espacio al pedo en la cama, ya había pasado tiempo desde que alguien durmiera allí, al lado suyo. Se fue hasta el baño y se miró al espejo. No era su mejor hora, la mañana temprano, no era su mejor momento del año el verano, y tampoco era el instante ideal de su vida. El mundo estaba cambiando y como pasa siempre, casi no parecía que para mejor. Igual ya había salido de la melancolía extrema, esa que cierra el estómago y que hace doler el pecho, como una especie de infarto pero peor, porque nunca llega el momento de la pérdida de consciencia. Un dolor constante, que procede como oleadas a lo largo y ancho del día, a veces más suave, a veces más fuerte. Y el convencimiento de que nada se puede hacer, de que las cosas más significativas se escapan de las manos. Como podía ser la enfermedad del virus, de cualquier virus, o la situación económica de un país, o la injusticia social, o los amigos que se fueron para no volver. O toda esa gente que le había dicho que sí, que era especial y todo, pero que mejor no verse nunca más. Todo eso mientras se lavaba la cara, los dientes y todas las partes necesarias para pasar lo más desapercibidamente posible por la ciudad...una ciudad como hay tantas, en un barrio de esos como hay por todos lados. Desde el país más rico y avanzado hasta el más pobre y desolado, los espacios no cambiaban demasiado, apenas el revestimiento podía ser algo diferente. Lo demás operaba en el plano simbólico, como las cosas que le pasaban y no en la vida, los lamentos, las ansiedades y las cosas reales y las fantásticas, todo tan difícil de procesar en el momento...Y la angustia existencial, el verdadero combustible de su vida, de la vida, de las vidas. La certeza de que el tiempo es breve, de que todo lo que acontece es fugaz, y que más vale apurarse para algo porque sino...No vaya a ser cosa, más de cuarenta años y el pescado sin vender, como decía su abuela. Pero más bien, lo que sentía era que el pescado había estado podrido desde el inicio, y que no había nada por vender, y que los compradores eran un conjunto amorfo de egoísmos puestos a competir con esquemas prefabricados, carentes de distinción, que respondían al mandato del "Castillo", un conglomerado de burocracia inentendible por su complejidad al pedo, que se encargaba de producir analistas o vendedores de slogans con cierto agarre en el inconsciente colectivo. Y estaba consciente de que eso también podía ser tomado como una suerte de idea prefabricada, guionada y puesta en lata para su reproducción masiva. Eran los tiempos de la venta al por mayor, el etiquetado indiscriminado y la alienación supracapitalista. ¿La salida? No tenía idea. No le pintaba salir a matar por unos ideales que tampoco pensó que fueran suyos. ¿Matar por lo que dice alguien más? ¿Amar por lo que dice alguien más? Se sintió más valiente saliendo a la calle en soledad que cargando con el cadáver de un compañero. Caminó por las mismas calles de todos los días, su parte del universo que era también todo el universo. No se sintió mal, porque había visto demasiados "paraísos" a la venta en películas y propagandas de bronceador. Y "más vale que disfrutes", el imperativo vacacional que tanto detestaba. La última vez que se había tomado vacaciones, había sido para estar en la cama las veinticuatro horas leyendo. ¿Y qué? ¿Disfrutar? Eso le sonaba a una obligación en tiempo que supuestamente es un descanso de las obligaciones. Pero no, en esa sociedad todo estaba estipulado, los sentimientos se ofrecían en los supermercados, en un dos por uno que nadie se podría perder. El resto era sentarse en una oficina, en un consultorio, en un aula, en una esquina, a ver cómo pasaban el tiempo y sus aplicaciones, pero con la tranquilidad de que se estaba donde era debido. Esas horas perdidas, con el consuelo del dinero para llegar a fin de mes, se extinguían hacia el atardecer, cuando comenzaba el camino de vuelta hacia atrás. Descubrimiento: todos los días eran finalizados viajando al pasado del mismo día. Tal vez, una parada en algún lugar para tomar una cerveza medio caliente y comer una pizza con poco queso. Alguna sonrisa en el medio, las mismas ropas de siempre, los mismos peinados y los chistes tan parecidos, esos comentarios guionados que todo el mundo manejaba a la perfección y que, para su sorpresa y espanto, funcionaban a la hora de seducir. Terminaba esa noche, al igual que todas, y otra vuelta hacia el barrio. Un par de afanos violentos, un chabón golpeando a una mujer, un cura violando pibis, los kioscos comprando y vendiendo falopa para pagar a los ratis, las obras públicas ejecutadas y siempre por finalizar, la solidaridad perdida de algunas madres y abuelas, la contaminación extractivista por donde se mirase un litro de agua o un centímetro de tierra o un suspiro de aire puro, y todo ese montón de animales abandonados, reptando por las esquinas, buscando algo para comer en bolsas de residuo, peleando con los chimangos, tratando de llegar a un reparo para poder dormir y transcurrir una noche más. Se sintió con fortuna por tener un techo para esa noche, aunque no sabía qué podía pasar al otro día. Tal vez volver a reptar como ya le había pasado...Pasado...Se trataba de eso, comenzar un nuevo día para emprender eternos viajes al pasado... Llegó hasta el espejo ante el que había despertado. Ahora era de noche. Casi se cepilló los dientes, pero pensó que el sabor y el aroma de los restos de cerveza eran mucho más estimulantes que una falsa pasta blanca con olor a menta. Se fue a dormir feliz, todavía podía ser real, era capaz de distinguir toda la falsedad a su alrededor. Todo va a estar bien, se decía, ya verás...


****Banda sonora no original, para un texto breve de jueves en el Barrio Rivadavia lluvioso:

*****************************************************************************************************Humildemente, Juan, con todas sus imperfecciones a flor de piel******************pero deseándote lo mejor***********************************************


Ya habíamos hablado de eso



“Setenta. Un simple número, pero que indica que se ha consumido un porcentaje significativo de los granos asignados en un reloj de arena, solo que aquí lo que se agota es uno mismo. Los granos van cayendo y me encuentro con que hecho de menos a los muertos más que de costumbre. Me doy cuenta de que lloro más cuando veo la televisión, motivada por una historia de amor, o por un detective a punto de jubilarse al que disparan por la espalda mientras contempla el mar, o por un padre que levanta a su recién nacido de la cuna. Me doy cuenta de que mis propias lágrimas me abrasan los ojos, de que ya no soy una corredora veloz y de que mi sensación del tiempo parece acelerarse por momentos” (Patti Smith, El año del mono)

 

Voy a tratar de poner en palabras algunas obsesiones, para que de una vez por todas se quemen en el tiempo. O por lo menos vayan reduciendo su velocidad, así las puedo ir asimilando y el calor tan intenso se me vuelva más soportable. Por supuesto que en los momentos donde uno empieza una nueva aventura, la velocidad de las cosas es frenética, casi no se alcanza a percibir nada por mucho tiempo, y uno está lanzado hacia el futuro que parece inmenso, inabarcable, inacabable. Pero, por desgracia, las historias se consumen todas, y nadie sale vivo de ellas. Sea donde fuere que termina la acción, es imposible que ese maldito detective congelado salga con vida de la última escena, de espaldas al mar. Me veo recorriendo extrañas calles de una ciudad que apenas conozco, con una ansiedad de año nuevo incontenible. En ese instante de acción, que ahora rememoro con palabras en esta suerte de relato, recuerdo haber estado muy ansioso por ese día en particular. Sería un sábado o un domingo, de vacaciones. Estaba nublado, de eso estoy seguro, y hacía un frío que hoy añoro, contemplando la ventana ardiente de la piecita del barrio Rivadavia. Ahí estaba caminando casi a saltos, en la búsqueda de algún imposible. Las mejores búsquedas suelen ser esas que sabemos bien que es muy difícil que se concreten, o que por lo menos estamos muy seguros de que la incertidumbre espera al final del camino. Recordado ahora no fue gran cosa. Lo que me disponía a buscar era la casa de un escritor medio olvidado, que ya nadie reconocía en esa ciudad, y casi que en ninguna. A cada persona que le había consultado terminaba por mirarme con un desconcierto total, no reconociendo para nada el nombre ni el apellido del escritor. Mucho menos podían precisar una dirección para tener la esperanza de encontrar su hogar. El artista en cuestión no era de la zona, pero había caído allí de casualidad. Más precisamente, por una serie de carambolas del destino: primero porque había quedado varado en Argentina a raíz de la guerra en su país, segundo porque había estado en esa ciudad por indicación médica, con el objetivo de cambiar el aire de Capital por uno más ameno de las sierras. Dos carambolas y una tercera: yo estaba ahí, donde él había estado, más de sesenta años después. Nada más estimulante que salir a la caza de un escritor, de uno muy importante para mí. Entonces caminar y preguntar, y sentirme decepcionado y casi perder las esperanzas, pero seguir alimentado por ese combustible tan extraño y divino como la literatura y sus cosas. Desde cualquier punto de vista, habré arruinado todo un día de vacaciones por un motivo absurdo. Ahora que lo puedo escribir, me doy cuenta de que en verdad fue así, porque seguí caminando por horas sin poder encontrar nada, soportando el frío y el hambre que iban creciendo como las cuadras dejadas por detrás. Pero percibo algo más allá de todo eso en aquel momento. Lo puedo ver ahora que el tiempo envejeció conmigo, y ya no estamos entusiasmados como en aquel entonces de la juventud. Creo haber dicho que alguien caminaba a mi lado, a la par, con total incertidumbre pero con una actitud arrasadora. Esa persona que me miraba medio desconcertada, no tenía idea de qué estábamos buscando. No había leído nunca nada de aquel escritor, jamás había oído hablar de él, y mucho menos le entusiasmaba conocer la casa donde había ido a descansar un tiempo del smog de la ciudad Capital. Sin embargo, ahora la veo más nítida que nunca, con la predisposición y una sonrisa hermosa de oreja a oreja. Y me toca aflojar la marcha del tiempo del relato, porque soy consciente de que una vez que termine la voy a perder para siempre, a esa persona. Y ya estoy grande para seguir perdiendo cosas, pero es inevitable y lo sé muy bien. Entonces sigo caminando por unas avenidas en diagonal que nos llevan hacia una sierra. En la punta hay un anfiteatro municipal, donde imagino que cada tanto se haría alguna representación teatral o un concierto. En ese momento en el que caminamos no hay nadie. Todo ese sector es un gran vació hecho para nosotros, para nuestra escena final. Me duele un poco el pecho y siento que se me cierra la garganta. Tranquilos, no es Covid, tampoco es alguna otra afección respiratoria. Es el recuerdo que se me viene por última vez, de un sentimiento que no pude expresar en ese momento. Pero esta es mi revancha, esta es mi oportunidad de terminar la escena como hubiese querido. Es la oportunidad que me da la literatura. Más arriba en la sierra del anfiteatro se ven los restos de una casa antigua, o de un castillo antiguo, vaya uno a saber. Para la reconstrucción de esta historia, esas ruinas son los pedazos de vida de ese escritor buscado. Sería el final del viaje del detective congelado. En el recuerdo yo estoy sonriendo, la persona que está al lado mío también. Los dos nos miramos con ese sentimiento que no me atrevía a expresar en aquel instante, y gritamos en dirección del anfiteatro, para que los ecos de nuestras voces se crucen una última vez y seamos felices para siempre…y jamás. La escena ideal se contamina, ahora soy ese detective viejo y cansado, que el calor mal trata tanto como el cigarrillo. La otra persona me apunta con esa felicidad fallida, un arma caliente. Miro el horizonte sin mirar, porque está todo oscuro. Siento las olas golpear contra la escollera y no puedo evitar dejar caer algunas lágrimas, las primeras en años. Quiero darme vuelta y abrazar para siempre a esa persona, agradecerle haber estado conmigo mientras yo me distraía por no decirle lo que era tan obvio, lo que tendría que haberle gritado con el alma. Pero el tiempo ahora ya es tan lento, que las palabras se vuelven extrañas, y los recuerdos parecen un sueño. No puedo pedir un último deseo, sería faltarle el respeto. Ella apunta con su arma caliente y sé que me dispara sin querer. Pero ya saben muy bien, si el arma está puesta en la escena tiene que ser usada. En el relato no hay otro destinatario para el disparo final. Seguro que caigo hacia el mar, como un león marino herido, y que largo un último llanto, para despedirme de la historia igual que como llegué. En el otro anochecer, hay una casa esperándome con un escritor adentro, tiene algo que decirme, historias que contarme, yo recién empiezo a descubrir qué carajos quería significar ese sentimiento. ¿Cómo era que se llamaba? Cierto, ya habíamos hablado de eso…


*****Música de fondo adecuada:
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Versos antisépticos sin dueño

 

Según el escritor peruano Juan Espejo Asturrizaga, que formara parte del Grupo Norte de Trujillo, su gran amigo - y mejor poeta - César Vallejo, intentó suicidarse en el mes de diciembre de 1917. Por entonces era una joven promesa de las letras peruanas, pero todavía no había publicado sus más memorables versos en Los heraldos negros y Trilce, sobre todo Trilce. Cuenta Juan Espejo, entonces, que uno de esos días de diciembre, previos a las fiestas, temporada de balances y racontos sin sentido, el joven César se embriagó de tal manera, que le dio la valentía / inconsciencia suficiente como para tomar un revólver, que tenía solo una bala cargada en el tambor. Al arma la utilizó para rastrillar su cien, como provocando al destino, invitándolo a celebrar el fin del año, el fin de su mundo, el fin de los versos que no existirían. Y acá interviene el jardín de los senderos que se bifurcan, una vez más…

1) en el presente que nos convoca, una vez más como todas las semanas, quien dice yo está escribiendo y pensando el mundo desde la misma vereda de siempre del barrio Rivadavia, con esa cerveza que ya saben, hoy un poco caliente por obvias razones, y sin compartir con nadie por posible covid. En este presente César Vallejo tuvo la  fortuna de que el revólver no disparara la bala, de que luego su amigo Asturrizaga lo persuadiera de irse a descansar para pasar la borrachera, y de que finalmente se embarcara el 27 de diciembre de 1917 en Salaverry, para llegar a Lima el día 30. Luego, vendrían las publicaciones de sus poemarios más memorables y el reconocimiento que nos lleva a que todavía hoy lo sigamos recordando, releyendo y disfrutando como si sus versos hubiesen tenido una sola opción histórica, la de existir indefectiblemente. Pero no todas las tramas son tan sencillas.

2) en otro presente que no nos tocó, una vez más como todas las semanas, quien dice yo está escribiendo y pensando el mundo desde la misma vereda de siempre del barrio Rivadavia, con esa cerveza que ya saben, hoy un poco caliente por obvias razones, y sin compartir con nadie por posible covid. En este otro presente César Vallejo tuvo la desgracia de morir trágicamente, por haber accionado un arma contra su impoluta cien. Si bien había una sola bala en el tambor, el destino lo encontró aquel día, en el que los malos recuerdos del año lo llevaron a una borrachera que nublara su juicio. Aquel amigo poco pudo hacer, también él bajo los efectos adversos del vino y el aguardiente. El mundo de las letras perdería un grandísimo poeta en ciernes y nunca sabría de la existencia de los versos más memorables del siglo XX, que se perderían en conjeturas espacio temporales hacia otros presentes menos truculentos, donde tal vez en esos días de diciembre Vallejo no encuentra ningún revolver a mano, y solo cae dormido vencido por la potencia del alcohol.

3) en otro presente aún más oscuro, no existe la poesía, porque directamente nunca existió César Vallejo. Sus padres Francisco de Paula Vallejo Benites (hijo del clérigo español  José Rufo Vallejo, y de la india quechua Justa Benites) y María de los Santos Mendoza Gurrionero (hija del clérigo español Joaquín de Mendoza y de la india mochica Natividad Gurrionero) sólo decidieron tener diez hijos. El onceavo, el número de la poesía, nunca llegó. Quedó a la espera de otros senderos, de otras bifurcaciones. Aunque la huella siempre está, y ese es el truco del laberinto.

Puede ser que todos los caminos que el tiempo dispone se sucedan simultáneamente, aunque sean aparentemente diferentes. Y a pesar de sus marcadas divergencias: César Vallejo como el gran poeta de la lengua castellana / César Vallejo como un joven poeta suicidado prematuramente / César Vallejo como no nacido / muerte de la poesía/; cada uno de los destinos tienen la misma y exacta cantidad de elementos, ya sea en presencia o ausencia. Por ende, cada vez que alguien comience a recitar cualquier verso, en cualquier idioma, en cualquier lugar del universo, no podrá obviar a César Vallejo, no podrá obviar la triste y honda experiencia existencial que deberá soportar, y gritará desde lo más profundo de sus entrañas, aunque sin saber muy bien por qué:

“¡Ni sé para quién es esta amargura!

Oh, sol llévala tu que estás muriendo,

Y cuelga, como un Cristo ensangrentado,

Mi bohemio dolor sobre su pecho.

El valle es de oro amargo;

Y el viaje es triste, es largo.”

Imposible habitar todos los presentes, imposible no habitar otra cosa que no sea presente. En alguno de esos senderos, alguien que lee estas palabras podría girar hacia la derecha y empiojar para siempre la cuestión de mi existencia. En ese nuevo otro presente, yo estoy al lado tuyo, empinando una cerveza, mientras nos disponemos a ver cualquier serie de cualquier plataforma en cualquier momento del día. Es siete de enero, si mal no recordamos, ayer fue reyes, y qué calor que está haciendo.  A lo mejor, sería hora de que empecemos a dormir en camas separadas, ¿no te parece? Las noches no alcanzan a enfriar los días de verano, estamos en ese trance. Más vale seguir la directiva de quien inventara el laberinto y sus vericuetos, según el mismísimo Borges: Para poder encontrar una salida segura, siempre hay que tomar el camino de la izquierda, sin importar lo que la intuición quiera decir, sin importar lo que los olores y los cantos de sirenas aconsejen. Eso sí, se trata de la decisión más sensata, las más cobarde, porque así sin arriesgar, nunca vas a estar en el centro del laberinto, en el hogar del minotauro, en el patio donde el sol brilla como en ningún otro lado, donde descansa la fuente de todas las musas, donde manan los versos más impresionantes y que nunca serán revelados, donde habita para siempre, en todos los presentes posibles, un solo poeta peruano.

 

*Y hablando - o mejor dicho, escribiendo - sobre laberintos, por qué no escuchar la siguiente música de David Bowie en la película que justamente se llama así:

***********************************************************************************************Humildemente, Juan, desde la República de Batán*********************Bizarro y hermoso Bowie***************Bizarro y hermoso Vallejo**************Creo que no dije: Feliz año nuevo!!!!!!*******

Tengo un baile de marineros en mi cabeza

Eso sería el título o a lo mejor una cita de comienzo, o tal vez el epílogo, o un verso que me quedó haciendo ruido, desde una lectura de ha...