[...] El
timonel tenía agarrada la rueda
y el barco
se movía, se movía
sin que una
sola brisa lo moviera.
Cada marino
en su puesto intentaba
tensar los
cabos, y no tenía fuerzas:
¡éramos una
tripulación difunta, cadavérica!
[...]
Más fuerte
y más terrible
seguía
retumbando bajo el agua:
alcanzó la
nave, dividió la bahía
y, como
plomo, la nave desapareció bajo sus aguas
[...]
Aturdido
por el ruido aterrador
que cielo y
mar estremecía,
mi cuerpo
quedó a flote
como quien
lleva ahogado siete días
[...] esta
alma mía
en medio
del mar se sintió muy sola:
tan sola
que ni el mismo Dios parecía
estar entre
las olas.
(Samuel
Taylor Coleridge, La balada del viejo
marinero)
Alguien sin
dejar rastro comenta una nota de manera virtual, glacial, indicando con una
máxima indefendible que “Rodrigo Fresán no sabe escribir”. Leo y paso hacia
otro espacio un poco más amable, o por lo menos que yo deseo sea un lugar
agradable, por fuera de la lógica del www,
las redes sociales, los emojis y los comentarios anónimos. Quiero decir, tiro
el celular casi sin carga en la vereda de siempre, y aprovecho un ratito de
sol, un sol que viene a cuenta gotas, como el de la película Milagro en Milán. Ya saben, esa escena
en el barrio más pobre del mundo, donde Toto y sus vecin@s tienen que amucharse
porque hasta el sol les es negado, y solo alumbra con un débil rayo de un
diámetro ridículo. Las mayorías siempre quedándose afuera, una constante desde
los tiempos dorados del neorrealismo italiano, hasta estos tiempos de sálvese
quien pueda del pos-coronavirus. Y quienes siguen salvándose son siempre los
mismos, y quienes continúan condenados son siempre los mismos, nada nuevo bajo
el amarrete sol capitalista. Pero me enseñaron que no hay que desesperarse,
porque la esperanza siempre está ahí, al alcance de la pata de marfil del
capitán Ahab, a mano del terrible marinero del poema de Coleridge.
Tranquilamente, dos sobrevivientes monomaníacos del barrio Rivadavia. Y acá
dejo la premisa de la semana: búsquense un buen rival para utilizarlo de timón,
porque el invierno parece que está apurado por hacerse de todo el protagonismo,
y no van quedando camillas para morir tranquil@s de frío, covid u olvido.
Entonces, ahora empiezo a entender – al menos un poquito – a toda esa gente que
despotrica contra alguien más, sin muchos motivos ni razones. Sería como una
catarsis que funciona en tiempos de incertidumbre total. El problema es cuando
el rival parece no tener rumbo, y eso me pasó con el Fondo Monetario y otras
entidades de similares y gangsteriles características, que ahora dicen que los
Estados deben beneficiar a l@s habitant@es más carenciados, que hay que cobrar
impuesto a las grandes fortunas y a las grandes empresas, que el equilibrio del
déficit fiscal no importa, que la vacuna debe liberarse y etcétera. ¿Para dónde
apuntar entonces? No estamos preparados para semejante cambio de paradigma,
resulta alucinante. Por eso ahora sí que entiendo al pésimo lector que se
encargó de defenestrar a Fresán. ¡Está desorientado! Uno no sabe bien dónde
está el enemigo y tampoco – en caso de que existiera – lo ve venir claramente.
Como si se tratara de la ballena blanca o del albatros inmaculado, un brillo
tan blanquecino que genera desconfianza de tan luminoso, y entonces eso genera
la locura incipiente y uno puede terminar arrojando el arpón para el lado que
no era. Pero los Capitanes ya estaban jugados cuando zarpó la nave, sabían que
el final era ese, el del abismo, el de la muerte de Dios, el del delirio, el
del quiebre del timón. El resto de la tripulación, sólo seguimos remando sin
levantar mucho la cabeza, porque no vaya a ser cosa. Con que podamos seguir
laburando las horas que – casi – no nos pagan, y l@s niñ@s puedan ir al jardín,
a la escuela, a inglés y a natación, todo bien. Lo que pasa es que algún día
deberemos levantar la mirada y ahí nos quiero ver, en el medio de un mar
desconocido, avistando un más allá lleno de monstruosas creaturas que nos
esperan para cobrarnos todas las deudas juntas. Porque las trampas las dejamos
sin poner un rastro, y estamos condenados a caer en ellas una y otra vez. Tanto
como el viejo marinero que se arroja hacia el anchuroso mar, techo azulino de
la ballena blanca, sin pensar en la salvación de nadie, con el egoísmo de aquel
que ya no entiende las reglas del juego y se decide a terminar con todo, a
bajarse del mundo después de dinamitarlo, a beber de la fuente de las musas del
barrio Rivadavia, que son un par de gitanas echando maldiciones, porque saben
que uno es un suicida y es la verdad. No estamos sol@s, ojo, hay un montón de
suicidas más, tod@s navegando en el mismo navío sin timón, sin siquiera
advertirse. Lo único que compartimos, tal vez, es ese mismo Capitán, que hecha
espuma por la boca, que tiene los ojos inyectados de sangre, que busca con
desesperación enfermiza una venganza que, en el fondo de su corazón, sabe que
no tiene ningún sentido. Pero igual, él, Capitán eterno, nos utiliza como herramientas
para su fin desquiciado, herramientas que sabe muy bien, se estropean demasiado
rápido.
****Yo todo
el mundo en la ciudad es un suicida, tiene mil vidas, y es la verdad…pero si
vas hacia el mar al amanecer…
*****************************************************************************************************+Y por qué no: ¡A bailar! mientras nos quede algo de pilas, un rayo de sol y la frazada para taparse a la noche*******Con humildad, Juan Scardanelli, esperando que el invierno no te resulte taaaaan frío*********Y a mí tampoco*************************
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