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Una habitación vacía



 “Una especie de pérdida constante del nivel normal de la realidad”

(Antonin Artaud)

“Lo que tememos más secretamente siempre ocurre”

(Ricardo Piglia, Un pez en el hielo)

“Día horrendo, el día en que no exista sobre nuestro planeta quien escriba versos”

(Efraín Huerta)

 

Una habitación totalmente vacía, con un grupo reducido de personas, que se conocen por haber seguido una trama más o menos parecida. Un cartel que es lo único que llama la atención, sobre un lugar totalmente blanco, sin ningún tipo de abertura u objeto al alcance de la mano o la mirada. Un cartel que dice que la única manera de encontrar la salida es creando algo que no exista. Un mensaje, una pista, que resulta confusa y maldita para quienes intentan encontrar una explicación a semejante pérdida de la realidad. Pero la realidad también puede ser una especie de pesadilla, como despertar en un lugar encerrado, sin manera aparente de poder escapar. Pero la situación propuesta es peor, porque el cartel aporta algo parecido a una solución. ¿Pero y si es un engaño? Y en caso de no serlo, ¿qué se supone que deberían hacer esas personas encerradas? Las seis personas se miran, incrédulas, sorprendidas. Buscan en otros ojos algún rastro de razón, un atisbo de explicación a semejante pérdida de la realidad. Una de esas personas se sienta, parece como más relajada, o tal vez esté resignada. Las demás se preguntan a los gritos qué carajos está pasando, qué mierda es esa situación. Sería una pesadilla, seguro. Pero los pellizcos, los golpes, los gritos, no resuelven nada. Otra de esas personas toma envión y golpea su cabeza contra la pared blanca, inmaculada. La sangre salpica para todos lados, la persona cae, parece muerta, nadie se atreve a acercarse para corroborarlo. La persona sentada no responde, parece haberse anulado, o entrado en trance. Solo las cuatro restantes quedan activas, aunque el terror se les dibuja en la mirada. Una de esas cuatro se desmaya, o cae súbitamente muerta, nadie se atreve a chequearlo. Las tres personas que quedan se miran entre sí y se acercan como para contenerse. La reacción es típica de cualquier mamífero. Comienzan a presentarse, tratan de tranquilizarse, aunque sepan que no lo van a conseguir. Se preguntan sobre la situación actual, la sugerencia del cartel, la pérdida del sentido de lo real. Pasan los minutos y, poco a poco, se acostumbran a la terrible situación que les toca vivir, como si una horrible pesadilla los hubiese engañado en la hora de una siesta insospechada. Una de esas tres personas que quedan activas, recuerda haberse dormido, en el patio de una casa tipo chorizo del barrio Rivadavia. Se habría tomado una cerveza al sol, lo que la llevó a caer por acción del sueño, lenta y dulcemente. Entonces esa persona está convencida de que eso que está aconteciendo ahí es un sueño, una mala pesadilla, tal vez la peor cosa que se podría haber imaginado. Resultaba una especie de acto tremendo en contra de su propio yo, de su propio cuerpo. Llegó a la conclusión de que las otras dos personas que quedaban de pie a su lado, y que parecían hablarle de una idea para escapar del cuarto vacío, eran inventos de su imaginación, de su inconsciente, que siempre se manifestaba cuando sentía que el sol y la birra se unían por la tarde. Dejó de escucharlas, a esas personas tan extrañas, que ahora empezaban a desdibujarse, a perder consistencia, a desaparecer estando ahí. O a lo mejor era esa propia persona la que estaba alejándose de la realidad. Se preocupó, hizo fuerza por volver en sí, al cuarto blanco, al cuarto vacío, al cuarto que todavía mostraba el cartel que decía que para encontrar una salida, había que inventar algo que no exista. Consideró elaborar cierta cosa, por más simple que fuera, que pudiese entrar en la categoría de invención nueva. El principal problema era que no habían objetos para usar. Todas las personas allí presentes estaban desnudas, por lo que disponían sólo de sus cuerpos y las palabras…las palabras. Esa persona observó a las otras dos, que ahora estaban llorando desconsoladas, se abrazaban y caían al suelo, debilitadas por la falta de realidad. La persona que miraba, la persona que estaba volviendo en sí, la persona que estaba segura de haberse quedado dormida en el patio de una casa, comenzó a recitar en voz alta. Para su sorpresa, lo que salía de sus labios era una especie de himno, que había comenzado de manera suave y amable, que continuó con una enumeración virtuosa de todas las cosas por las que valdría la pena mantener la cordura, no volarse la cabeza, no perderse en la evasión, no caer en la angustia paralizante. Para el remate, el himno comenzaba un descenso en su tono, hacia el interior del espíritu de la persona que recitaba, como si el grito contenido volviera a encapsularse, para terminar con un último alarido…Y ese último alarido era la salida final, una puerta que aparecía de la nada, con todo un futuro al que había que animarse a saltar…

Creo que se despertó una mañana del año 2666. Era de noche, hacía frío. Pero no parecía un día de invierno, había ciertos despojos de un extinto arcoíris otoñal, bastante tibio. No le quedaban cervezas en la heladera. Estaba en el patio, la noche tenía a las estrellas en su máxima expresión. No quiso desesperarse, no pensó en si todo eso era real o no. Se acomodó contra una medianera, se abrazó las rodillas y respiró profundo, con una sonrisa y la mirada puesta en el cielo. Y respiró, y rió y lloró, la puerta estaba abierta, ya estaba en camino, lo iba a intentar una vez más.

 

***Un relato breve para seguir transcurriendo la semana en la ciudad balnearia, en la ciudad de los alfajores, en la ciudad de los lobos marinos y las estatuas robadas / desaparecidas / vueltas a aparecer de la nada. Una ciudad que era un misterio, que no despertaba en nadie las ganas de ponerse a resolverlo. Y la música de fondo:


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