En una historia, una persona decide por propia voluntad
salir a pedalear por la ruta 2. Volvió hace rato de su trabajo en oficina, por
zona céntrica, comió, descansó en su departamento y decidió terminar el día con
algo de ejercicio. Tiene una de esas bicis con freno a disco, tipo de montaña,
que hace poco pudo comprar en cuotas, porque le fue imposible viajar a Europa a
causa la crisis del Coronavirus. Toma Champagnat en dirección al aeropuerto,
todo por la ruta, saltando en “L” como el caballo del tablero del ajedrez. Al
cruzar la rotonda de Constitución, advierte que la ruta está cortada más
adelante. El humor, que ya venía complicado por el día lleno de malos tratos en
la oficina y la bendita atención al público, y la maldita atención al superior,
termina yéndose a la papelera de reciclaje de la odiada computadora de su
escritorio, siempre desactualizada. Sin embargo, continúa pedaleando, obstinada
como el caballo, aunque sabe que el choque será inevitable, que además eso
provocará lo que hace tiempo quiere evitar.
En otra historia, un policía es llamado para presentarse de
manera urgente, junto a otros efectivos, en ruta 2 a la altura del aeropuerto.
No puede decir que no, porque ese es su oficio. Sale en un patrullero lleno de
abolladuras y restos de sangre mal lavados, con la certeza de que algo malo va
a suceder. Sabe que, otra vez, habrá un corte de ruta. Conoce perfectamente el
procedimiento, cómo sus superiores en algún momento los irían a hacer formar
provocativamente, antes de dar la orden de proceder. Proceder es mover los
peones para delante, único movimiento que pueden realizar. Se entiende que la
orden es una e inapelable, llegará el momento de reprimir, como siempre. La última
vez se había visto en la “obligación” de tomar del pelo a una muchacha, “reducirla”
en el piso y golpearle “un poco” las costillas a patadas para que no pierda el
control. La clave es la de tener el control. Para “evitar daños mayores”, había
que propinar daños menores en algún particular. Desde aquella vez que no podía
dormir bien ninguna noche. Desde aquella vez que no podía ver a los ojos a su
hija. Y ahí estaba yendo, al frente del tablero, una vez más.
En la historia de los peones negros la cosa es harto más
simple. Llega la mañana atrás de otro día en el que se sobrevivió como se pudo,
y hay que empezar a resolver las horas que siguen, paso a paso. Para los que
tienen el laburo parado, las changas cortadas, la cosa es más compleja. Porque
las nenas, los nenes, la familia necesitarán comer, y porque en pocas semanas
son las fiestas. ¿Las fiestas de quién? Serán del rey y de la reina, que ya ni
se conocen. Tampoco importa, el peón negro vive al día, no tiene tiempo
siquiera de pispear lo que hacen los alfiles políticos lame culos del reino, o
las torres periodísticas serviles del poder. Entonces avanzan casilleros hasta
la ruta 2, a la altura del aeropuerto. Ahí piensan llevar a cabo el corte de ruta, para ser vistos,
para ser atendidos al menos unas horas, hasta que el reino decida enviarles la
caballería encima, la opinión pública encima, los peones blancos a reprimir.
Saben lo que va a pasar, porque siempre sucedió de la misma forma. Pero la
impotencia y el hambre son muy grandes, no tienen el tiempo para pensar en otro
mecanismo de protesta. Y saben que nadie los va a perdonar, pero se la juegan,
no les queda otra, la Historia se perdió en una partida allá en los comienzos
de la década del noventa. Desde aquel fatídico día, es resistir o quedarse en
las casillas esperando la muerte por inanición ¿Exagerado? Ojalá, piensan,
fuera la exageración el problema. Se plantan, no dejan pasar camiones, ni el
transporte público ni coches. Los insultos se ramifican, los malos tratos van y
vienen, en todas direcciones, como jugadas orquestadas por grandes maestros del
tablero, que saben en qué momento la cosa va a empezar a ser una carnicería. Van
empezando a caer las primeras piezas.
En la historia del jugo del ajedrez, lo primero que se
sacrifica son los peones, movidos casi por provocación, regalados a la Historia
para ver cómo continuar con el resto de las piezas, que se guardan para los
momentos definitivos, los importantes. Caen esas piezas iguales y menores, de
las que hay tantas, y que son tan necesarias porque sin ellas no habría juego.
Pero como están entrenadas para ir para adelante, para no mirar quien las
maneja, nunca pueden revelarse. Entonces el juego se reproduce, cada vez más
sofisticadamente, pero con el mismo proceso. Primero caen los peones, siempre.
El rey dicta, la reina dicta, los alfiles asienten y acompañan, las torres
protegen y comunican, los caballos saltan por el costado y cargan algún peso,
los peones se sacrifican. Las reglas nunca se tocan.
Cae la tarde en ruta dos, a la altura del aeropuerto de Mar del
Plata. Una persona en bici quiere pasar por el medio del corte, porque dice que
es su derecho como ciudadana, circular libremente por los espacios públicos.
Quienes mantienen el corte de ruta, para pedir bolsones de alimento, la instan
a que pegue la vuelta, lo hacen de mala gana, con insultos y ademanes obscenos.
La discusión se torna insoportable. La policía es llamada a intervenir, una “autoridad”
da la orden desde el escritorio de su casa, en un barrio privado de cuyo nombre
no quiero acordarme. Los oficiales se aprestan amenazantemente, se ponen en
fila, sacan sus armas, comienzan a reprimir. El humo de las fogatas y de los
gases lacrimógenos se funden en algo común, que tiene el espesor propio del
infierno. Dentro de esa violenta niebla se escuchan disparos, gritos de
mujeres, gritos de hombres, gritos de niñas, gritos de niños. Las rutas se
manchan de sangre, una vez más. El tablero es rojo en el fondo, las piezas
caen.
Todas las piezas caerán, tarde o temprano. Y, créanme, van a ir a parar al mismo lugar junto con el reglamento y la Historia...
El olvido...
*****Desde el barrio Rivadavia, con Alice Cooper y una birra...todo rojo, tristemente rojo:
***********humildemente, Juan*********************
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