2026/66

 

Nadie presta atención a esos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo (R. Bolaño, 2666)


Hay una especie de culpa 

que funciona igual en todas partes,

un pájaro, que vaya uno a saber

cómo se llame, gorjea y se zambulle

a la pileta del mar como si fuera

un personaje de relato de Cheever,

levantar la cabeza cualquier tarde

y ver que, a cierta distancia 

-ni tan corta ni tan larga-,

se ve un océano castigado 

por el viento del este,

y unas torres que podrían ser

Dubai o Miami o Camboriú 

o cualquier círculo del infierno 

del Dante,

italiano o portugués,

barrio Don Bosco o Tijucas

casi -o el mismo- atardecer 

con rasguido de desierto

y un remero buscando arena

en la profundidad de Santa Teresa,

un muelle en el lago,

pescado fresco en la noche,

juntar esas latas para tomar algo

el próximo año, en el bolsillo,

quién sabe;

el sol naciente por ahí 

solo sea Dazai escupiendo sangre 

en un pañuelo blanco,

y todos los que no fuimos 

invitados a la fiesta

-los de menos-

tengamos que pensar 

en que lo mejor

-sea- quizás meditar

con patas en el pasto

hasta que nuestros cuerpos 

se transformen

en el negocio perfecto 


PD: Pero no olvidar nunca

dejar la casa ordenada

y llevar puesto un calzón 

sin agujeros,

nunca se sabe

cuándo y dónde 

puedan aterrizar

los disparos

al aire

de la fuerza aniquiladora 

de tu Humanidad.


Engaños autoinfligidos (Detectives del Rivadavia, capítulo 9)


Ese era un día particularmente malo. Para empezar, llovía y había dejado la ropa afuera, en ese patio de dos por dos al que llamaba patio por orgullo, por necesidad de engañarse para no entrar en pánico, como le había dicho la terapeuta. ¿Se lo había dicho o se imaginaba que se lo había dicho? Para el caso daba igual, le resultaba bien eso de engañarse con pequeñas cosas, eran engaños que se creía por necesidad imperial…..Imperio Chino, capítulo diez, la Ciudad Prohibida, el General persiguiendo traidores, la foto China, esos personajes que un año aparecen en los retratos junto al General pero que con el cambio del calendario -supuesta traición mediante – dejan de aparecer, súbitamente. Unas mismas caras, unos mismos gestos evidenciando la ausencia de aquellos aliados que fueron fusilados por sospecha. Las “muertes necesarias”, “quirúrgicas”, “sanitarias”, otro de esos engaños autoinfligidos que a veces se necesitan o se inventan para poder dormir por las noches Imperiales….Para seguir, le había solicitado a El ayudante el informe del caso del chico brutalmente asesinado. ¿Cuál? La respuesta lo hizo pensar lo peor de la humanidad del Barrio Rivadavia. Imaginate, pensalo, tomate un segundo, ¿cuál carajos va a ser? Y El ayudante sin decir nada, colorado, agachaba la cabeza y esperaba misericordia. La parodia tristemente real de policial clase B terminaba con él accediendo al archivo en formato digital. Una cagada más, la digitalización perdía cosas, confundía imágenes, estaba llena de errores “no forzados”, producto de la mala organización de la comisaría, de los malos sueldos y de la falta de personal. Aunque esa crítica la hacía con ignorancia, porque la verdad era que nunca había trabajado de otra forma. Siempre las mismas jornadas laborales que se fotocopiaban en décadas, ¿cuánto le quedaría para jubilarse? Deshizo la pregunta en el instante que la formuló, porque no se imaginaba un futuro más allá del fin de semana. Revisó todo el caso, unas pocas hojas con informe policial – a esto en las series yanquis se lo llama “police work”, y es eso que ningún oficial quiere hacer pero que al final resulta fundamental a la horade solucionar un caso, nada más alejado de la realidad-, informe de la morgue, etcétera. Para seguir con la línea de policial clásico, debería aparecer un testimonio clave, o tal vez una foto reveladora, todo eso puesto en una suerte de pizarra a lo largo y ancho de las paredes de su oficina, más el seguimiento personal que tendría en su casa, una especie de altar pagano que demostraría la obsesión insalubre del detective con su trabajo. Pero no, el informe no decía nada, los testimonios eran tan confusos que parecían pertenecer a otro caso. Las fotos no estaban bien tomadas, en algunos casos se veían los dedos del oficial a cargo. La parte de la descripción detallada del cadáver se asemejaba a un fax, tan poco desarrollada, tan poco detallada, que daba lo mismo leerla. Suspiró, o supongo que lo hizo. Tomó un mate. Estaba frío. Puteó. Abrió la ventana de la oficina. Entró un aire apenas frío que lo hizo sentirse un poco mejor. Se imaginó los informes que leería el General Imperial de China sobre cada acontecimiento en Ciudad Prohibida. Miles de hojas perfectamente dibujadas, todos esos signos tejiendo redes, resignificando la vida entera, abriendo puertas hacia la resolución definitiva, no solo de un caso de asesinato sino de todas las incógnitas del Universo. Dejó de divagar un instante, se volvió a sentar frente a la computadora. Estaba en suspensión. Movió el mouse, apretó el “enter” principal del teclado, pero la máquina no arrancó. Puteó otra vez. Reinició. Pero era un cpu viejo, tardaba mínimo diez minutos en ponerse en marcha. Llamó a El ayudante, que entró rápidamente con la cabeza gacha y ese sentimiento de culpable eterno que lo caracterizaba. Le preguntó por uno de los testigos, que era un vecino de la familia del chico brutalmente asesinado, porque en el informe decía “saber muchas cosas que el Maligno le susurraba al oído”. El ayudante no entendía, pero esta vez no dijo nada, prefirió guardar silencio por temor a represalias. No tenés idea de lo que te estoy hablando, ¿verdad? Silencio. Se tomó otro mate. Estaba un poquito más tibio, pasable. Ató cabos como en las mejores historias del género. Tal vez, al igual que el mate, el día vaya a poder ser un poco menos peor a partir de ese punto. El informe no valía un cuerno, el Intendente no quería que se investigara nada, había un testigo que hablaba del Maligno que muy probablemente lo llevaría a la nada misma, o al sermón proselitista religioso de un vecino del Barrio Rivadavia que no tenía nada que decir respecto al asesinato. No tenía mucho más que hacer. O sí, pero quería escribir algo más en el informe. Necesitaba, al menos, inventarse una esperanza. En definitiva, esos pequeños engaños eran su mejor herramienta para no incendiar la Comisaría que te tocó en condena. A El ayudante le cayó la ficha, fue por el dato del testigo. Volvió con el domicilio. ¿Y el celular? El ayudante agachó la cabeza, encogió los hombros, tomó valentía de la nada y le respondió que no tenía, que decía que “esas cosas las manejan desde las tinieblas aquellos que nos quieren mantener alejados de la palabra del Señor”. Se volvió a parar. Sacó la cabeza por la ventana. No fumó, aunque estuvo tentado. Siempre, en cualquier policial, alguien prende un cigarrillo y comienzan a pasar cosas, a darse episodios frenéticos que llevan al capítulo de la resolución del caso, “elemental mi querido… no lo dudes muñeca…etcétera”. Tomó la dirección, se puso la campera azul que simulaba el uniforme que hacía tiempo no usaba completo, porque tenía uno solo por estación y había que lavarlo. Había llovido. La ropa colgada. Se acordó, pero ya no tuvo ganas de insultar a la nada misma. Seguramente, para el comienzo del verano, les harían llegar uniformes nuevos, gentileza del Ministro de Seguridad para el próximo Operativo Sol (que no iba a disfrutar en todo el verano) o como sea que lo fueran a llamar ese año. Daba igual si llegaba, al menos, una chomba nueva. Engañarse con pequeñas cosas. El pan de cada día.


**para seguir de fondo con esa sensación de día malo.......

**************humil-de-mente, Juan****************no todo está tan mal*******************


18900 kilómetros (Detectives del Rivadavia, capítulo 8)


18900 kilómetros de distancia. Una línea recta imaginaria, imaginada, soñada, desde el basural del Barrio Rivadavia hasta el corazón de Ciudad Prohibida. ¿Cuántos cuerpos en el medio? ¿Cuántas ideas que se quedan en el camino? El camino. Uno que nunca termina de concretarse, porque antes de cualquier viaje hay que solucionar problemas del “día a día”, esos que tienen la particularidad de reproducirse con una velocidad incontrolable. Eso había dicho la terapeuta, “incontrolable”. Pero no lo sentía así. Desde su óptica, él era el comisario de la zona más auto controlado que había. Ni siquiera se metía en la repartija de algún botín, solamente tomaba la determinación de “dejar hacer”. ¿Por qué? Para sobrevivir, y porque entendía que ser buchón era el peor defecto humano. Además, porque el sueldo de policía era malísimo, una miseria, y porque las condiciones de trabajo eran todavía peores. Excusas. Siempre son lo adecuado, la herramienta que está más al alcance de las personas para no terminar de volverse locas, para no tener que hacer justicia por mano propia. Por lo menos era la herramienta que él encontró y que mejor le funcionó. La terapeuta sabía, lo sabía todo. Esos casos atroces que lo atormentaban, algo muy común, la pérdida de apetito sexual, la pérdida de interés en los seres humanos. Pérdidas. Todas las cosas que arrastraba por tener el trabajo que tenía. El precio a pagar por ser cobarde, eso tenía metido en su alma. Por no haber intentado vaya a saber qué cosa, tiempo atrás, cuando estaba con esa persona con la que se pensó conviviendo hasta el último día de sus vidas, porque sí que en un momento se habían prometido una estupidez semejante, eso de “yo no voy a seguir adelante si vos te vas primero”, y después las risas y el “yo tampoco podría” y coger toda la noche y luego ir a la Comisaría que tocó en condena con una energía inhumana, ver todo el panorama con otro color. Todo eso ya no estaba, la realidad había caído sobre su puerta con la fuerza de un golpazo en blanco y negro y finalmente gris, un adiós sin vuelta atrás, como los asesinatos que no podía solucionar o que no debía porque de arriba llegaba la orden de que no jodiera y que mirara para otro lado, y él muy cobarde miró para otro lado. Otros lados. No se animó. Se le fue el amor, esa misma semana, por las personas y por su profesión. Increíble, el tiempo, su manera de actuar, sus fluctuaciones improbables. Años de supuesta alegría para descubrir en una semana que nada de eso vivido había sido felicidad. Una semana para que se cayera el mundo encima con sus aborrecibles modos, sus gestos de economía degradada, sus paredes sin revocar. Un tiempo que se le notaba en el rostro, un rostro marcado por esas noches de insomnio, un cuerpo flaco pero desgarbado, largo pero encorvado, un pelo que apenas si se sostenía sobre una cabeza que ardía con asiduidad. La certeza de que todo lo que parecía una virtud en algún momento mostraba su otra cara, una muy terrible y que era la que iría a permanecer hasta que…

…¿no te parece que sos lo suficientemente joven como para rehacer tu vida?...

No entendía. La pregunta de la terapeuta era transparente, esperable, sin dudas. Pero aún así no la entendía. Las vidas no se pueden rehacer. Las vidas están hechas y se van haciendo como pueden. Y su caso no era la excepción. No sentía que debía rehacer algo que había terminado. Su convivencia, su pasión por algo habían pasado y ya no podía volver. Nada por re armar. Cualquier intento sería fallido, el intento de recuperar lo que ya no estaba. Un cuerpo existe hasta que algún hijo de la chingada (como decían los detectives de Santa Teresa) lo liquidaba y listo, ya no estaba más, ya no sería nada, ya está. Su cuerpo existía pero menos. Tenía cosas que ya no volverían, que había perdido para siempre. Ese circunstancial, ¿sonaría igual en el Imperio Chino? Seguramente no, porque los orientales tienen otra percepción del tiempo, tienen otras velocidades, otras creencias. Lamentablemente, asesinan más o menos igual que en el Barrio Rivadavia. Alguien había terminado con la vida de un pibe. Alguien había desatado la furia contenida en su cuerpo. Deseaba poder acabar de una vez con el asesino, pero sabía que eran unos cuantos, y que no iba a poder hacer nada. Ni siquiera se esperanzaba con la encarcelación, no habría pruebas concretas a la hora del juicio. Lo sabía porque el mismísimo Intendente había hecho trascender que el caso debía quedar congelado, eran tiempos de temporada vacacional, nadie quiere investigaciones de asesinatos, nadie quiere oír historias de niños muertos, eso aleja la única entrada importante de dinero en la ciudad, y el invierno había sido tan malo como siempre, estaba prohibido joder. Las muertes joden, nadie les quiere dar la cara, nadie quiere tener un cadáver en su cama, en sus pesadillas, en sus desayunos. Él lo tenía, el veía ese cuerpo ultrajado. Él veía los ojos de los familiares. Imaginaba la cara del Intendente. Y entonces se asqueaba de tal manera que no podía evitar el vómito. Se duchaba. Se tiraba en la cama y pensaba en el Impero Chino, en ese General que no podía solucionar otro asesinato. Con la comparación se tranquilizaba, alguien tan impotente como él, alguien tan desesperado como él, alguien tan puro como…y ahí tal vez conseguía dormir una hora o dos, luego las pesadillas volvían, el cuerpo del pendejo, los ojos, el Intendente, las arcadas. ¿Y las herramientas trabajadas con la terapeuta? ¡Cierto!, barrio Rivadavia – China, una línea recta imaginaria, nada de andar cavando pozos. La línea alrededor del planeta, una línea imaginaria, irreal, que lo llevaba a cruzar mares y tierras que no conocería jamás. Pero estaba bien, no había que conocer todas las cosas para ser feliz, con imaginarlas un rato cada día bastaba. Eso era su herramienta, la única que había podido guardar para mantenerse cuerdo. ¿Hasta cuándo? No lo sabía, la terapeuta tampoco. El tiempo tiene ideas raras.


*capítulo con la siguiente música sugerida:

***************************con humildad, Scardanelli************************encargado de escribir este capítulo desde el otro lado*******************


La Llorona (Detectives del Rivadavia, capítulo 7)

 

Un día más y ya no pasan como solían hacerlo en otros finales de primavera de la ciudad. Parece como si la luz se hubiera degradado, junto con toda la población. Pero eso era una imagen gastada, ¿quién no pensaba así de su propio lugar? Sin distancia es imposible ser sinceros, con distancia es imposible escribir porque duele, como cada palabra de poeta chino, como cada caso resuelto por el General Imperial dentro de Ciudad Prohibida, con sus asesinos implacables siempre dejando un rastro. Eso era la marca diferencial, la posibilidad de resolución, una suerte de crueldad con compensación. Pero para que existiera algo así debía pensar en otras realidades, no la suya, no la que tocaba en el papeleo a llenar en el escritorio de la comisaría que te tocó en desgracia. El único lugar utilizado para acumular información básica de algún delito, antes de guardar todo en un archivador oxidado y lleno de cucarachas, que se limpiaba cada tanto para no hacer más mugre. Un caso como una mata de polvo en el rincón, como una araña asustada que nadie quiere volver a mirar. Y ahí descansaban los asesinatos que no importaban, que eran la gran mayoría, con su versión digital guardada en la frágil memoria de una Pentium del siglo pasado. Gente sin recursos para nada, pobres diablos que nadie reclamaría jamás, personas destinadas al olvido. Ser consciente todas las mañanas del precio que hay que pagar para respirar dentro de este mundo, esa poética despiadada que en algún momento de la historia se fijó para siempre jamás y no hay nada que hacer. Un mate amargo, sacar esas carpetas manchadas, matar un par de cucarachas, las fotos de un cadáver que ya comenzó a pudrirse en la imagen, recordar algo, los ojos fulminantes de la madre del pendejo, ojos como orificios abiertos y sangrantes del mismísimo cuerpo asesinado, ojos como los de la Virgen de la sangre, ojos sedientos de su cabeza, una historia de terror que termina con su entierro en soledad y una puteada al aire: “Este hijo de puta nuca resolvió el asesinato más brutal de la historia del barrio” “Este hijo de puta sabía todo y se lo llevó a la tumba”. La cobardía del pacto de silencio que en verdad era incompetencia, pura incapacidad. Lloraba cada tanto por el efecto de esa mirada teñida de sangre y dolor, la de la madre. Los demás ojos puede que se vayan extinguiendo con el paso de las estaciones, como decían esos detectives mexicanos, “Buey, te puedes olvidar del mismísimo infierno la primera vez que lo viste, pero de los chingados ojos de una madre llorona no te olvidas nunca, ni que te explote la cabeza”. Tampoco se podía olvidar de las palabras que referían a eso. ¿No sería ese el mecanismo del poeta chino? Sublimar con esos signos dibujados las palabras que no quería escuchar más, o que se quedaban sonando en la cabeza hasta el día del perro que a cada quien le llega. ¿Otra frase mexicana? “Todo perro encuentra su día, más temprano que tarde, o en la noche de Jalisco a la salida del baile, cabeceando involuntariamente un disparo al corazón del cielo estrellado que se quedó muy bajo el cabrón”. O algo así.

La Llorona. La imagen de una madre sufriente. La estatua de una leyenda siempre viva, siempre resignificándose. Algunas veces, mártir sufriente de injustas muertes de sus hijos, en manos de traidores que abusaron de su poder, que aniquilaron a las madres faltando el respeto a la Madre de todas las madres, la madre propia, La Virgen de la sangre, la vengadora al final de las historias, la que se come con su ira el cuerpo de los asesinos, despellejando sus espaldas hasta que el dolor es insoportable, y luego volver a empezar con el padecimiento, el infierno de la repetición de tu situación más infame. Otras veces, asesina impiadosa de sus propios hijos, madre Malinche que traiciona a los suyos desoyendo el mandato popular materno, la loba que devora a los hermanos cuando estos están más indefensos, la Virgen que apuñala a su hijo camino a la cruz, la matadora que mira en los ojos pequeños su posibilidad de liberación, catarsis de muerte, sangre cayendo a los lados, para después despertar del lapsus y vivir en el arrepentimiento, llorando por el resto de la eternidad. La Llorona persiguiendo como fantasma a su próxima víctima, escondida en los micro basurales del Barrio Rivadavia, caminando por los terrenos baldíos, tomando vino del piso, fumando las tucas que la gente descarta en los tachos de basura de las plazas, devorando el alma de la tarde que se extingue por la ruta 226. Las lágrimas que caen como rastro, como pista para un comisario siempre dormido, mal alimentado, incapaz de saber cuándo va a ser el próximo golpe. Ficción o mito. La persecución que en algún momento se presenta, las sirenas sonando hasta que la batería del patrullero dice basta, continúa la secuencia a pie, carrera contra el tiempo, las lágrimas y su camino que es el camino de la perdición, el comisario que llega en soledad a la esquina de siempre, la esquina que lo muestra muerto contra el paredón, alguien siempre traiciona en el último momento, alguien sabía que iba a correr hasta ese punto, alguien quiso protegerlo, alguien se puso a llorar por él porque el amor es dado de formas que nadie más que el enamorado puede entender. La Llorona sale de su sombra para abrazar al cadáver, como siempre lo hizo, matadora y plañidera, ahora sonríe y toma por sorpresa los labios del comisario junto a los suyos, le toca la verga y se la mete en la boca, y el comisario gime muerto y acaba para siempre su sufrimiento, no hay tarde que sobreviva a la pasión desesperada de los animales de la noche, los que buscan entender algo de lo que quedó colgando de sus propios cuerpos, ahora trenzados, unidos, manchados de sangre y semen, la única unión posible más allá de la muerte. Y el comisario despierta y piensa en Ciudad Prohibida, en el asesinato del pendejo, en la Llorona. Tiene el pantalón azul mojado, lo tendrá que lavar para quedar listo el próximo día.


********fondo musical, por demás obvio:
**********************humildemente, Juan********¿qué tendrán esas flores, Llorona?*********************************

La Virgen de la sangre (Detectives del Rivadavia, capítulo 6)

Los ojos que pareciera que todo lo ven. Pero no. Al menos no tanto. Ni tanto. Ojos de Diosa sufrida, caída del paraíso desde los días del comienzo, sin memoria para las cosas buenas, los días al sol en un acantilado, los tobillos acariciados por la espuma dorada de la playa de la memoria. La Virgen de la sangre lanza sus rayos enrojecidos sobre un mismo pueblo del dolor, haciendo arrodillar a quienes se cruzan por su camino, uno lleno de polvo al costado de la ruta, en la curva donde la oscuridad de la muerte espera engullir sus víctimas de una en una, hasta que no queda nada más que un desierto de mar, de arena, de polvo, de estrellas. Una muerte dulce, con sufrimiento misericordioso. Virgen de la sangre y la misericordia, la miseria mezclada con una resignación fundamental para atravesar el tan aterrador valle de suspiros, lágrimas, heridas que nunca van a cerrar, la vida de quienes peregrinan al costado de la ruta, con sus velas encendidas en el ocaso, mártires de la destrucción cemental*. Caminar durante meses, años, en busca de esa tierra siempre sugerida o prometida, nunca realizada o alcanzada, porque el deseo es eso que mantiene encendida la llama, lo que ilumina un camino que no tiene otro final que cruzarse con esos ojos de sangre, unos donde verse reflejados hasta morir ahogados por el llanto, unos ojos insoportablemente densos, sugeridos por algún pintor barroco, nunca percibidos del todo, porque lo que sobre de significado será el asesino de los tiempos. Virgen de la sangre que toma en sus brazos a un niño, un no nato sacrificado al monstruo de la curva oscura, a sus terribles fauces, a su temible frenada. El niño que señala con sus dedos la bendición de un mundo que lo rechaza (casi) todos los días, lo ignora algunos, no lo mira siempre. Una pequeña y deformada cabeza iluminada por el rayo de un estrella muerta, una mirada que no existió, una piedad de comisario de turno, una familia de rodillas en un altar que no les devolverá la alegría, una liturgia que es excusa para no destruir el barrio entero, el mundo completo ahora incompleto, unas plañideras vestidas de negro porque solo la Virgen de la sangre puede ponerse los atuendo de colores, puede arrojar miradas enfurecidas, puede quebrar las rodillas de los poderosos, puede humillar al cielo eterno. Cada funeral es el fin del mundo. Cada santo una especie de recordatorio, no se puede entrar al santuario de la vida vestido con hipocresía, la luz solamente baña a los corderos que son capaces de tirarse a mitad de la ruta en busca de un verso de fuego, aquellos valientes que desentierran la roca de Sísifo para cargarla en su nombre. Mártires de las cosas que nunca comprenden, porque ser mártir es saberse pensado por el infierno, un cuerpo destinado al castigo que se escapó a tiempo, solo para llegar a donde tenía que estar, la profecía auto cumplida, huir del peligro del huracán hacia el ojo del mismo, inclinar la cabeza del camello para que su garganta sea rebanada por el filo de la aguja, la única manera de entrar a ese estúpido cielo. El niño es abandonado en el altar, sin bautismo ni comunión, no cabe en ninguna ceremonia, su celebración es la muerte. La Virgen de la sangre extiende sus brazos, con las palmas de las manos hacia el cielo, donde aparece la luz que le vino asignada desde su primera y milagrosa aparición. La plegaria sube hasta el polvo de la ruta, hasta la curva de la muerte, desde los ojos desollados de quienes se quedaron huérfanos de llama…

Me cago en tu fuerza divina,

me lloro en tus ojos de zorra,

me niego a saludar a tus santos,

tu Dios es un psicópata

que nunca duerme

por las noches,

que fabrica mentiras

para poder convencer al rebaño

de que la muerte es un descanso

 

Me cago en tu espíritu santo,

antiguo verdugo

de almas sagradas,

sádico sediento

de miradas enrojecidas

 por tu llanto hipócrita,

ritos mundanos

de corazones medievales

que no encontraron el camino

 

Me cago en tu hijo,

bastardo sin mares,

cordero siempre entregado

para hundir su perdón

sobre los cuerpos inocentes,

el rebaño sacrificado

para la próxima liturgia,

tu fiesta de egresada

de madre sin culpas

 

Me cago en mí,

el pecador sin dientes,

el animal sin sacrificio,

el destinado a ver

todo el teatro de males

que se nos ocurrió

desde que el verbo

fue primero

amar, sobre todo temer, y morir…

 

…Otro de esos días de calor y viento. Otra de esas ceremonias donde uno va a poner su cara de truco. Escuchar esa misa sintiendo los ojos indignados de todos los presentes sobre tu cuerpo. El comisario tiene la culpa, todas las culpas, tiene la piel curtida para soportarla. Pero nadie te regala una escultura, nadie te dedica un rezo, un altar. Es la culpa en su grado cero, antes del Dios, antes de la Virgen de la sangre, antes de la muerte, antes del verbo. En el principio estuvo la comisaría que te tocó en desgracia. Luego sobrevino todo lo demás. El infierno estaba plantado desde su raíz en el comienzo de todo. Y tu cuerpo en el medio. El objeto de sacrificio que nadie quiere rematar. Se necesita de tu cuerpo para que asimile todo ese dolor, toda esa indignación, pero en serio. Nada de ficción, un único culpable por su propia incapacidad, por su historia sin metáfora, por su cercanía a lo más árido de la tierra. Mirar a la cara de la madre, suspirar un “lo siento mucho, estamos trabajando para encontrar al culpable” ¿o era “a los culpables”?, no se acordaba o no importaba, o tal vez ni lo sabía. Había que plantar su cuerpo allí, había que escuchar esos llantos vedados, dirigidos directo a su alma. La voz satánica del cura, los ojos sangrantes de ira de la Virgen. La familia gritando justicia. La venganza a cualquier precio golpeando las puertas del paraíso futuro, una pesadilla pergeñada por la Virgen de la sangre y su glorioso último rezo.


*Cemental: Un término totalmente inventado, que viene a combinar las acepciones de las palabras cemento y semental, para darle más dureza y frialdad al nervio de los mártires y sus muertes. Acá utilizado como adjetivo. 

*****y claro, de fondo algo que rime con sangre.....sangre:

*************humildemente, Juan***************a mitad de camino entre historias y otras historias y otras historias y otras historias************************

Detectives del Rivadavia (capítulo 5)

Yo, soy yo: ¡mi yo ha saltado por los aires (Guo Moruo)

La condena final se parecería a una elegante y muy inútil resignada experiencia, como esos detectives mexicanos y su maldita costumbre de no sorprenderse por nada, por más que el cadáver frente a sus ojos esté desangrado y sacando las tripas por la calle, una mañana fría de una primavera con viento como en el infierno, y ellos nada porque su desayuno en Santa Teresa es servido por la sanguinaria y más aparecida de todas las Madonas santas, bolsas de residuo con cabezas de cadáveres bendecidos por la Guadalupe, que viene a caballo apocalíptico que cocea porque no soporta ver más tanta muerte, y la Virgen de la Sangre que es como la parca lo hace ver de frente la crueldad del mundo que ella parió, ese contexto que se abre a través de los ojos de esos chingados detectives, que no dejan de mostrarme ahora en el recuerdo que las cosas que suceden en el mundo son peores que las que acostumbraba a ver cada día en el Barrio Rivadavia, en La comisaría que te tocó en desgracia, un intento de sucursal del tren fantasma menos calificado del continente sur, con el ayudante perfecto que es un pobre estudiante eterno que ni siquiera sabe cómo usar la cafetera porque el café es todos los días una especie de ácido muriático color petróleo, ¿y a quién carajos se le ocurre comprar un café tan malo, no se supone que el mismo Cabrales nos provee acuerdo mediante? Supongo que no paga impuestos, o paga muy pocos, o tiene una comisaría de las lindas, las equipadas, a su entera disposición, tanto para él como para su acaudalada familia, familias que sí van a tener su seguridad y su justicia garantizada a base de granos colombianos, como bolsas de falopa que sé muy bien que más de uno se toma por acá nomás, a la vuelta de esta maldita oficina de comisaría, la que solamente tiene un objeto importante y es ese libro hotelero escrito en chino y explicado en inglés, una suerte de puente hacia el espacio exterior, como si fuera volver a la hermosa caverna azul de la infancia donde uno soñaba con cualquier otra cosa diferente a la que finalmente resultó ser la vida, y en eso no hay manera, no hay forma, la cueva y el recuerdo romántico, ese pendejo que era el santo del barrio y que reía y jugaba con los otros gitanitos, que molestaban al verdulero tirándole petardos entre los cajones de verdura, y entonces retarlos pero con una sonrisa porque sabemos muy bien en qué anda el verdulero, al menos ese, no hay que generalizar ya lo sé, me esfuerzo mucho con eso porque me lo pidió la psicóloga de la policía, una que supuestamente sabe muy bien de nuestros problemas y que viene con la obra social, casi gratis, y que nos da puntos para no terminar siendo expulsados de la comisaría por volvernos completamente chiflados, y con eso también me dijo que tengo que ser cuidadoso porque las susceptibilidades y qué se yo, por mí que se vayan todos a la mierda y mejor me quedo con los dibujos chinos, y los poetas chinos que por lo general dicen cosas muy precisas y que puedo entender, no se ponen a exagerar o a adornar en demasía sus versos, son poetas que un comisario puede entender a pesar de la distancia, a pesar de no poder imaginar qué estaban viendo o pensando cuando escribieron lo que escribieron, cuando escribían lo que escribían, cuando elegían esos signos raros en lugar de otros, todo lo que no sé, todo lo que nunca voy a saber, todo lo que pasó esa tarde y esa noche con ese pibe, y quién carajos pudo hacer esa brutalidad que cuesta pasar por alto cada noche antes de intentar dormir, y ojalá me hubiera tocado ser un chiflado del todo, que mi cerebro se protegiera de esta realidad que esa virgen me preparó, la muy perra, la mal parida, eso que no estoy en su jurisdicción, pero parece que los santos y las vírgenes se cagan en las fronteras, tienen todos los pasaportes al día, se filtran por aquí y por allá, imagino que hasta el general Imperial de China tuvo que lidiar con ellos, pero siempre defendido por sus dioses y diosas y dragones y bestias de todo tipo que tuvieron miles de años más para crecer fuertes y quedarse en la cabeza de cada uno de los habitantes de la Ciudad Prohibida, dictándoles verdades mucho más trabajadas que las de los débiles mensajeros papales que vinieron mucho después, pero a quién le importan esas cosas, a un perejil como yo, uno de esos pobres tipos que tienen que pasar la vida poniendo la cara por otros para….¿para?

En el sueño algo no encajaba,

había signos que no entendía,

se desvanecían sobre un patio,

un patio como un infierno,

el lugar donde las cosas

van a perderse

hasta dejar ese rastro

que impide salvarlas,

por más que la sombra

se recueste sobre el cielo,

la gota cae y todo se diluye,

los signos cambian de forma

antes de que sea posible

entender algo más allá

de la propia angustia,

entonces cabalgar hacia la lógica

para que se apaguen los fantasmas,

volver a pensar en esas letras

que eran las de siempre,

las conocidas, las del buen día,

buenas noches y que ande bien,

las de la falsa normalidad,

las cosas que ponían en valor

una realidad que no era real,

lo preestablecido

que apenas servía

para seguir adelante

con cierto equilibrio,

un diván donde explicar

que los anteojos se ajustan

a lo necesario para poder

seguir respirando

un día más,

pero algo no encajaba

y siempre se aparecía

por la noche,

cuando la lógica

guarda su cuchillo

debajo de la almohada.

 

Yo corro que vuelo, yo grito como un loco, yo me enciendo. Como en el infierno, yo me consumo en llamas (Guo Moruo)


******* y esa China girl para musicalizar la ocasión:

*************************+humil-de-mente, Juan**************************************sí, el de la foto es el poeta Guo Moruo, dibujando sus letras************

Detectives del Rivadavia (capítulo 4)


Las luces de la calle, a lo lejos, están encendidas, como incontables estrellas

¿Cómo sonaría eso en chino, como lo pensó y lo escribió Guo Moruo? En su casa no había nada digno de mención. Su biblioteca era el buscador de la computadora. De ahí extraía cosas que le interesaban, sobre todo las referidas a China. La descripción es fundamental en cualquier novela policial, casi tanto como los diálogos ingeniosos y la trama. ¡Sobre todo la trama! Pero él no sentía nada interesante en ninguno de los casos que llevaban en la comisaría que te tocó en desgracia. Cuántas cosas robadas habían registrado ese día, ya ni se acordaba. Cuántas de esas denuncias eran verdaderos robos, no le interesaba. Que las compañías de seguro se arreglaran como pudieran, no era su jurisdicción mantener a flote el negocio de nadie. Después, las denuncias por violencia intrafamiliar, de género, infantil, sobre animales, sobre objetos en la vía pública, exhibicionismo, sujetos que cagaban en las iglesias, y un sin fin – o él creía sin fin- de pacientes psiquiátricos extraviados por la avenida Jara al fondo, personas que habían sido abandonadas a su suerte o que habían abandonado para su desgracia. Todo un universo imposible de reinsertar en un par de días, papeles y formularios y escuchar gente derramar incoherencias sobre su despacho, y tratar de controlar a aquellos que no querían ser controlados y que solían tener la fuerza de diez toros, la fuerza de la locura. Entonces se preguntaba a quién podía interesarle que Marlowe o cualquier otro investigador viviesen en tal o cual agujero, con una cafetera y un futon agujereado donde apenas si podían descansar, antes de recibir esa nueva llamada que los activaba para seguir el caso que fuera como sabuesos implacables, y de repente el sueño había desaparecido, el alcohol ingerido no les impedía ser resolutivos, los cigarrillos fumados a ritmo frenético tampoco eran causa de muerte repentina por cáncer de pulmón o EPOC irreversible, todas cosas que no podría soportar ni medio día en la comisaría atendiendo cualquier caso. ¿Cómo sería el general del Imperio chino? ¿cómo hablaría, qué preguntas haría para resolver un caso imposible? Se sintió mucho más cercano a todo aquello que no podía imaginar, como cualquier hijo de vecino del barrio Rivadavia. ¿Y qué con aquel pendejo? ¿qué con esa brutalidad de asesinato? ¿qué hacer, cómo hacer? ¿cuándo? ¿lo dejarían avanzar o se tenía que olvidar, como tantas otras veces le había tocado? No se imaginó mirando para otro lado, porque esa vez había rebalsado. Quería que ese fuera el caso bisagra. A partir de ahí, para bien o para mal…a lo mejor era su momento de ser el detective héroe de novela negra. Tal vez sí que alguien estaría interesado en escribir acerca de su casa, de su mono ambiente, de su placard empotrado a pared húmeda compartida con profesora de inglés, que daba clases online para futuros próximos viajeros, porque era más barato y porque ella ya era jubilada. Otro caso, ser jubilado era trabajar más que cuando se era joven. Una fórmula acostumbrada, gastada, aburrida. Tedio. Muerte. Caso sin resolver. Imágenes que no lo dejaban dormir más de un par de horas seguidas. Levantarse por la madrugada, navegar con el celular, buscar imágenes de China. Esa ciudad Imperial, esas escalinatas y ese patio que se asemejaba a un desierto. Un lugar donde se podía sentir la soledad más infame, camino a enfrentar la solemnidad del emperador. Rendir cuentas, siempre rendir cuentas, como la mayoría de cualquier pueblo en cualquier momento de la historia. La mirada fulminante del poderoso, la mirada triste de quien espera repuestas que no llegan. El niño sacrificado en la mesa dorada del palacio Imperial. Un imperio corroído por la propia carne podrida que genera. Él como el general que se queda después de hora juntando los restos, tratando de rearmar las piezas de los cuerpos destazados. Una pesadilla recurrente, una vida recurrente, unos ojos irritados que no saben si lloran o solamente se duelen de no poder descansar un poco más. El sonido del despertador que no sirve para nada. Levantarse del hundimiento del futon, ponerse la camisa azul de reglamento, el pantalón oscuro y unos zapatos negros como la mirada de un cuervo. La mirada. Las miradas. Simuló desayunar un par de mates amargos. Pensó que en China no habría esa posibilidad. ¿Qué desayunaría el general imperial? Se subió al auto, tampoco importó esa descripción. Los policiales eran una boludez. Sus lectores eran una boludez. Sus escritores eran una boludez. Se sintió descompuesto, sería porque no tenía nada en el estómago. Prácticamente eran así todos sus amaneceres. ¿Esas personas que se tiraban sobre los pies del detective, de dónde salían? ¿dónde estaba el giro argumental, dónde se escribía la parte en la que se descubre todo, o casi todo, donde los culpables se exponen al menos para aliviar al lector? Quería leer eso, pero no lo sintió. El desarrollo de su caso se parecía más a la vida del general del imperio chino, un tipo que se imaginó imperturbable, escéptico, incapaz de resolver algo porque sabía perfectamente que ningún crimen puede ser resulto manteniendo la estructura de poder así como estaba. El general recibía la Historia ya escrita, con todos esos signos extraños que no podía imitar, una concatenación de obviedades sostenidas por un mecanismo totalmente hermético, que se auto sustentaba, que solamente lo necesitaba a él como testigo. Lo que la historia necesita son testigos, parte de un público silencioso que sabe y entiende sus limitaciones, horrorosas limitaciones. Seguir llenando formularios, dar la cara con los familiares y amigos de las víctimas, comerse un sumario de algún superior apretado por el poderoso de turno, sacar una carpeta psiquiátrica, hacer como que se va a pescar un domingo de primavera al mediodía. Tomar la ruta 11 por la costa, rumbo a Miramar. Bajarse en algún acantilado, el más desolador de todos. Caminar en ese desierto hasta el altar de las ruinas de un imperio. Mirar un sol que ya no está en el horizonte, descubrir esa última verdad que aparece en el epílogo de cualquier novela policial. Pero terminar con todo en el capítulo 4, para ahorrarle al lector la molestia.

Pienso en el espacio indistinto; seguro que hay una ciudad hermosa

*(los fragmentos en cursiva son del escritor Guo Moruo, de la provincia de Sichuan)   


*******música de policial que no es este:
*******************humildemente, Juan****************************************************

2026/66

  Nadie presta atención a esos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo (R. Bolaño, 2666) Hay una especie de culpa  que fun...