Las luces de la calle, a lo lejos, están
encendidas, como incontables estrellas
¿Cómo
sonaría eso en chino, como lo pensó y lo escribió Guo Moruo? En su casa no
había nada digno de mención. Su biblioteca era el buscador de la computadora.
De ahí extraía cosas que le interesaban, sobre todo las referidas a China. La
descripción es fundamental en cualquier novela policial, casi tanto como los
diálogos ingeniosos y la trama. ¡Sobre todo la trama! Pero él no sentía nada
interesante en ninguno de los casos que llevaban en la comisaría que te tocó en desgracia. Cuántas cosas robadas habían
registrado ese día, ya ni se acordaba. Cuántas de esas denuncias eran
verdaderos robos, no le interesaba. Que las compañías de seguro se arreglaran
como pudieran, no era su jurisdicción mantener a flote el negocio de nadie.
Después, las denuncias por violencia intrafamiliar, de género, infantil, sobre
animales, sobre objetos en la vía pública, exhibicionismo, sujetos que cagaban
en las iglesias, y un sin fin – o él creía sin fin- de pacientes psiquiátricos
extraviados por la avenida Jara al fondo, personas que habían sido abandonadas
a su suerte o que habían abandonado para su desgracia. Todo un universo
imposible de reinsertar en un par de días, papeles y formularios y escuchar
gente derramar incoherencias sobre su despacho, y tratar de controlar a
aquellos que no querían ser controlados y que solían tener la fuerza de diez
toros, la fuerza de la locura. Entonces se preguntaba a quién podía interesarle
que Marlowe o cualquier otro investigador viviesen en tal o cual agujero, con
una cafetera y un futon agujereado donde apenas si podían descansar, antes de
recibir esa nueva llamada que los activaba para seguir el caso que fuera como
sabuesos implacables, y de repente el sueño había desaparecido, el alcohol
ingerido no les impedía ser resolutivos, los cigarrillos fumados a ritmo
frenético tampoco eran causa de muerte repentina por cáncer de pulmón o EPOC irreversible,
todas cosas que no podría soportar ni medio día en la comisaría atendiendo
cualquier caso. ¿Cómo sería el general del Imperio chino? ¿cómo hablaría, qué preguntas
haría para resolver un caso imposible? Se sintió mucho más cercano a todo aquello
que no podía imaginar, como cualquier hijo de vecino del barrio Rivadavia. ¿Y
qué con aquel pendejo? ¿qué con esa brutalidad de asesinato? ¿qué hacer, cómo
hacer? ¿cuándo? ¿lo dejarían avanzar o se tenía que olvidar, como tantas otras
veces le había tocado? No se imaginó mirando para otro lado, porque esa vez
había rebalsado. Quería que ese fuera el caso bisagra. A partir de ahí, para
bien o para mal…a lo mejor era su momento de ser el detective héroe de novela
negra. Tal vez sí que alguien estaría interesado en escribir acerca de su casa,
de su mono ambiente, de su placard empotrado a pared húmeda compartida con
profesora de inglés, que daba clases online para futuros próximos viajeros,
porque era más barato y porque ella ya era jubilada. Otro caso, ser jubilado
era trabajar más que cuando se era joven. Una fórmula acostumbrada, gastada,
aburrida. Tedio. Muerte. Caso sin resolver. Imágenes que no lo dejaban dormir
más de un par de horas seguidas. Levantarse por la madrugada, navegar con el
celular, buscar imágenes de China. Esa ciudad Imperial, esas escalinatas y ese
patio que se asemejaba a un desierto. Un lugar donde se podía sentir la soledad
más infame, camino a enfrentar la solemnidad del emperador. Rendir cuentas,
siempre rendir cuentas, como la mayoría de cualquier pueblo en cualquier
momento de la historia. La mirada fulminante del poderoso, la mirada triste de
quien espera repuestas que no llegan. El niño sacrificado en la mesa dorada del
palacio Imperial. Un imperio corroído por la propia carne podrida que genera.
Él como el general que se queda después de hora juntando los restos, tratando
de rearmar las piezas de los cuerpos destazados. Una pesadilla recurrente, una
vida recurrente, unos ojos irritados que no saben si lloran o solamente se duelen
de no poder descansar un poco más. El sonido del despertador que no sirve para
nada. Levantarse del hundimiento del futon, ponerse la camisa azul de
reglamento, el pantalón oscuro y unos zapatos negros como la mirada de un
cuervo. La mirada. Las miradas. Simuló desayunar un par de mates amargos. Pensó
que en China no habría esa posibilidad. ¿Qué desayunaría el general imperial?
Se subió al auto, tampoco importó esa descripción. Los policiales eran una
boludez. Sus lectores eran una boludez. Sus escritores eran una boludez. Se
sintió descompuesto, sería porque no tenía nada en el estómago. Prácticamente
eran así todos sus amaneceres. ¿Esas personas que se tiraban sobre los pies del
detective, de dónde salían? ¿dónde estaba el giro argumental, dónde se escribía
la parte en la que se descubre todo, o casi todo, donde los culpables se
exponen al menos para aliviar al lector? Quería leer eso, pero no lo sintió. El
desarrollo de su caso se parecía más a la vida del general del imperio chino,
un tipo que se imaginó imperturbable, escéptico, incapaz de resolver algo
porque sabía perfectamente que ningún crimen puede ser resulto manteniendo la
estructura de poder así como estaba. El general recibía la Historia ya escrita,
con todos esos signos extraños que no podía imitar, una concatenación de
obviedades sostenidas por un mecanismo totalmente hermético, que se auto sustentaba,
que solamente lo necesitaba a él como testigo. Lo que la historia necesita son
testigos, parte de un público silencioso que sabe y entiende sus limitaciones,
horrorosas limitaciones. Seguir llenando formularios, dar la cara con los
familiares y amigos de las víctimas, comerse un sumario de algún superior
apretado por el poderoso de turno, sacar una carpeta psiquiátrica, hacer como
que se va a pescar un domingo de primavera al mediodía. Tomar la ruta 11 por la
costa, rumbo a Miramar. Bajarse en algún acantilado, el más desolador de todos.
Caminar en ese desierto hasta el altar de las ruinas de un imperio. Mirar un
sol que ya no está en el horizonte, descubrir esa última verdad que aparece en
el epílogo de cualquier novela policial. Pero terminar con todo en el capítulo
4, para ahorrarle al lector la molestia.
Pienso en el espacio indistinto; seguro que hay
una ciudad hermosa
*(los fragmentos en cursiva son del escritor Guo Moruo, de la provincia
de Sichuan)






