El cuartito de la memoria

¡La de veces que he oído contar esa historia!” (Léxico familiar, Natalia Ginzburg)

A veces es mejor dejarse llevar. ¿Cómo? Eso, dejarse llevar por alguien, por algo, por una situación más o menos incontrolable. Y dejarse llevar como fluir en el tiempo, para después entrar por la puerta de atrás del cuartito de la memoria, y entonces volver a empezar con “Buenos días, ¿cómo estás tanto tiempo?” ¿Tanto tiempo se fue, de verdad? Pero si parece ayer, como dice Paul en su tema, pero es un ayer que ya está transcripto, sobreinterpretado. Seamos concretos, el ayer está bien manoseado por el hoy, y mejor tomá asiento en el fondo del cuartucho, pongámonos al día. ¿En cuál de los días? ¿Te acordás de las gatas peludas que se arrastraban por la parte superior del paredón del patio, y que un día tocaste accidentalmente y no paraste de llorar en toda la tarde, porque esos pinches que tenían en el lomo dolían como la mierda? Y qué fastidio que tenía mamá, porque llorabas “por una pavada”, y no dabas tregua, y así terminamos todos los hermanos encerrados en el cuartito de esta “mi” memoria perversa. Creo que fue la misma tarde en que escuchamos por la radio que se había muerto Freddie Mercury. ¿Te acordás? Teníamos un cassette de Queen, que terminaba con una versión en vivo de “Love of my life”. Creo que a vos te gustaba la voz dulce de Freddie cantando con el público, pero yo prefería el solo de Brian May con guitarra criolla. “No era nada criolla, esa guitarra”, nos decía otro hermano que no sé si existió o lo estoy inventando. “Las guitarras son gringas todas, y en los recitales siempre se enchufan, sino ¿cómo escuchan los que están al fondo?" No habrán pagado la entrada, pensábamos, entonces no tenían por qué escuchar bien. Y esas discusiones y charlas eran todo lo que hacía al barrio. De verdad, no había mucho más. Nada más que días de verano que alargaban las noches en los patios, y esos gansos de mierda que tenía el vecino, que eran mucho peores que los perros porque picoteaban a quien pasaba cerca. Y para ese lado de la vida estaba el camino al arroyo, que era como viajar a lo más profundo del Amazonas. Pero era un arroyo con complejo de charco, y lo único de animales exóticos que tenía era un grupo nutrido de renacuajos, que cazábamos con los frascos vacíos de algún dulce casero que vaya a saber qué vecina se dedicaba a vender, y que tenía un sabor espantoso, pero qué se le iba a hacer, “es lo que hay y más vale que lo comas”. Y los más chiquitos lloraban y comían obligados, con miedo. Lo bien que hacían, no habría otra cosa dulce hasta navidad o algún cumpleaños. ¿Por qué será que me empeño en contarte estas historias tan viejas, y que no tienen casi nada que ver con la realidad del pasado? Pasado, pisado. Pisado en un terreno baldío de los que ya no existen, un terreno que seguramente tendría una quinta prontamente abandonada o atacada y destruida por las hormigas coloradas. ¡Ese invento maldito de la naturaleza! Hormigueros gigantes, debidamente escondidos entre los yuyos, y nuestros pies pisándolos por accidente, y las hormigas coloradas activando su maldito mecanismo de defensa, y andá a parar ese ataque despiadado. El pie terriblemente picado, ronchas insoportables que te acompañan a la cama esa noche, llorar un rato, después el cansancio le gana al dolor, y soñar con que nada de eso sucedió, y que las hormigas coloradas ya no pican más o no existen en el terreno. Despertarse y que el ardor vaya desapareciendo, hasta que ya es hora de tomar la leche tibia y no hay (casi) recuerdos del día anterior, porque cuando se es niño la memoria está en blanco, se vacía rápido. Pero nunca el vaciamiento es completo, y por eso cuando vamos envejeciendo hay una cantidad de residuos que nos empantana, que nos vuelve un quilombo total el cuartito. Y eso a veces genera mucho dolor, y otras alegría, depende el recuerdo que se caiga de arriba del armario. No, ya te lo adelanto, nadie puede saber qué cosa se cae de arriba del armario. Cae lo que cae y hay que arreglarse con eso. Hay que arreglar un nuevo día con eso, un peso extra, un fragmento adulterado de un pasado que ya no existe tal y como fue. A partir de ahí, la sucesión ingobernable de malos entendidos, que pasan a ser nada menos que la Historia y punto. Contar las cosas es inventar los recuerdos. Y los releemos reinventándolos, y ya no estamos ahí, ya las cosas no están en su lugar original. Todo una confusa obra ficticia, mal tamizada por lo que somos hoy, por los vínculos que destruimos o minamos. Dormir. Poco. La memoria no viene con el interruptor adecuado para poder apagarla cuando sea. Se enciende, sí. Pero deja de funcionar cuando quiere. ¿Y si no quiere apagarse más? Calculo que para eso existen esos lugares donde te dan pastillas o te meten electrochoques o te obligan a hablar con una persona con bata blanca, a la que le empezás a contar estas cosas, y medio le ocultás otros capítulos más oscuros. Porque los hay, y son muchos, doctor. Las gatas peludas se vuelven gigantes con el paso de los años, y siempre están arrastrándose al lado de donde caminamos, y es más que probable que terminemos estirando los brazos y nos rocen las manos con sus pinches infectados de veneno. ¡Y qué dolor más amargo! Qué ganas de que lleguemos a la noche de cualquier día de verano, en el barrio, y que pongamos un cassette de las Breeders, y que escuchemos a Kim cantar bien fuerte uno de sus grandes éxitos, y que soñemos con los angelitos, y que nos olvidemos de las gatas peludas, porque mañana va a estar todo bien, y ya vamos a tener tiempo para contar otras de esas historias, todas las que no podemos olvidar ahora.

************y que fluya con Kim...
********************************con humildad (y amor incondicional por Kim), Juan************************

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