Hagamos de cuenta que comienza una nueva etapa, con un nuevo año y que estamos lejos del lugar de siempre, la esquina de Francia y Garay, barrio Rivadavia. Estamos en una playa calurosa y paradisíaca, en un día perfecto. El agua del mar es tranquila y su temperatura ideal, cálida pero no sofocante. La escasa arena no termina de estar hervida, permite tirarse a tomar algo de sol. Eso sí, el astro rey despliega sus rayos que son impiadosos, es verano. Afortunadamente, este lugar idílico también regala una sombra natural, que viene de un árbol cuyo fruto es una suerte de nuez incomible. Digamos que este árbol está destinado a dar sombra, a mí, al resto de la gente, y a todas las especies que necesiten un descanso de tanto calor. Entonces me desparramo contra el árbol, con una cerveza fría en la mano, y me dispongo a bajar la temperatura del cuerpo, para poder seguir recorriendo el lugar. Y pasa lo que tiene que pasar. La vida y sus cosas, que siempre están ahí para dar su estocada, para marcar a fuego el alma de quienes quieran escuchar. Y yo escuché, pero primero ví. Dos mujeres trabajadoras del paraíso, con rastrillos y carretilla, juntando los restos de la fiesta turística, debidamente vendida con fotos de palmeras y mares cristalinos. Las mujeres sudan por el intenso calor. Tienen una zona de playa ridículamente grande para cubrir solo ellas dos, en todo el día, sin relevo y con un uniforme precario para protegerlas de los rayos del sol, un uniforme que pareciera estar diseñado para hacerlas transpirar mucho más. ¿Viandas? Una moto desvencijada, que en caso de llegar les provee de un vaso de agua, que a lo mejor llega a temperatura ambiente, ya que el motociclista tiene que alcanzar a todas las trabajadoras de la costa de la ciudad. Condiciones mínimas de supervivencia. Y si querés más, podés ir a un puestito playero a pedir caldo de caña, que en vaso cuesta lo que se paga un día de laburo. No hay paraísos en todo el mundo para quien tiene que trabajar, para quien nace del lado equivocado del la historia, ese 99% destinado a pagar el pato de la boda, a cambio de una ilusión improbable, ser cenicienta una noche de verano en ese mismo paraíso, pero desde el otro lado. Las mujeres son inmigrantes, además. Marginadas de todo tipo de derechos, porque solamente les corresponde dar gracias por ser aceptadas sin criminalizarlas por portación de acento. Y una le dice a la otra que ayudando a su hijo a estudiar, dio con unos versos del poeta Mario Quintana. Y la otra se acordó de la vez que le tocó limpiar en la plaza donde estaba la estatua de ese eximio poeta. Y se rieron como tontas de la casualidad poética en sus vidas con tan poco tiempo para esas cosas. Pero después la charla continuó, y una de ellas le habló a la otra de su trauma con la cerveza. Y de seguro que fue porque me vieron a mí tirado tontamente con una latita fresca. Entonces la historia fue contada, de manera directa y sin espacio para la victimización. "Mí ex esposo es el culpable de que no me guste la cerveza, creo. Porque una vez que volvió temprano del trabajo, me descubrió tomando un vaso de la botella que guardaba en el congelador de la heladera, y me dio en la madre con tal fuerza, que creo que es por eso que ahora cuando tengo una cerveza cerca no puedo evitar sentir arcadas". Luego siguieron su camino, y nosotros el nuestro. Aunque quisiera agregar un epílogo probable, en el que las dos mujeres se sientan a fumar mientras esperan el colectivo, y siguen su charla sobre la poesía de Mario Quintana, y entre risas y discusiones deciden escribir juntas el siguiente poema:
Estimado Mario Quintana:
Los obstáculos pasarán
y seguiremos siendo
los mismos pájaros
que alguna vez
lavaron sus alas
en el mar de Itapema,
y algún atardecer
bajará como azote
para darnos un madrazo,
será de noche
en tu limpia plaza
y nos reconoceremos
por última vez
para convivir
en ese espacio acuoso
unido al universo,
el mar donde
ya es en vano
flotar.
*Y espero que nos hayamos acordado de para qué hacemos las cosas que hacemos, y sigamos resistiendo y, sobre todo, escuchando.
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