Algo del mundial


La cosa es más simple de lo que parece, ojo. Si uno se encuentra encerrado en un cuarto ciego, con solo una puerta como abertura, y tiene que decidir cómo escapar de ahí, ¿cuál sería la forma adecuada? Una pregunta que la China dejaba picando, como la pelota que había ingresado a espaldas del arquero de la selección Argentina. El Yo que dice yo, más atento a la desazón mundialista que al acertijo, insinuó que lo que había que hacer era voltear la puerta de una buena patada, esa misma que le hubiese dado al diez de Arabia Saudita para evitar el gol de la derrota. Pero no era una buena respuesta, estaba seguro. Porque todos sabemos cuando respondemos justamente lo que no se debe responder. Entonces Scardanelli, tomando la botella de cerveza en un horario que no parecía adecuado pero que venía bárbaro como desayuno nutritivo made in Barrio Rivadavia, expuso la teoría metafísica por la cual en realidad no hacía falta salir de ningún cuarto cerrado, porque no había cuarto al no haber sujeto, o porque al haber sujeto era imposible cualquier tipo de escape. Cosas de sujetos sujetados, y cierres cerrados que no vale la pena romper. Como le estaba pasando a todos los jugadores argentinos, las cartas estaban dadas y era imposible ir en contra del destino, si el partido mostraba la derrota como predicativo, ¿para qué intentar algo en su contra?. Nada se puede hacer contra la moira griega o destino romano. Mucho mejor seguir la corriente del aire acondicionado de los estadios cataríes y ser el perdedor que se está planteando, llevado en alfombra mágica marca Aladín. La China tomó su trago de cerveza, un poco aburrida de ver un partido más de un juego inglés que no entendía por qué le gustaba tanto a tanta gente, y mirando a los otros dos les dijo que la respuesta más acertada era la obvia. Para salir de un cuarto cerrado por una puerta hay que girar el picaporte. En caso de estar la puerta cerrada, más vale intentar con la llave correspondiente, porque la respuesta muchas veces es la más lógica, directa y sencilla. Todo lo demás, corresponde a esa inclinación ficcional que tienen todas las cabezas y corazones de los seres humanos. Y por eso es que hay tanta exageración alrededor de cualquier partido de ese juego inglés, que vaya a saber por qué impactaba tanto en el barrio. ¿Y dónde estaba la clave para mantenerse al margen de tanta locura futbolera? Tal vez las selecciones que hacían gestos para repudiar la violación constante de los derechos humanos en Catar saben a poco y nada, porque mucho mejor sería que no participaran del show, sino ¿qué impacto tienen un himno no cantado o un gesto a la cámara?. Si después se sigue jugando como si nada: ninguno. Pero los actos revolucionarios bajaron su intensidad y hay que resignarse. Ahora había selecciones de países piratas que se dedicaban a protestar por lo que sucedía en otras latitudes, ignorando las atrocidades cometidas por su propia monarquía. Todo eso llevaba al consuelo, ya que los tres amigos estaban en una situación más que complicada: encerrados en una piecita de Francia y Garay, a las ocho y media de la mañana de un martes, desayunando una cerveza tibia, mirando la derrota de la selección que representaba a su país en el mundial masculino del deporte inglés más popular de la cuadra. Parecían estar encerrados en ese cuarto, con una salida lógica que no se les aparecía por ninguna parte...

...En eso termina el partido, el árbitro – que parece que tiene un prontuario gigantesco de canalladas cometidas en su país natal – señala la mitad de la cancha, los jugadores argentinos caen al suelo desconsolados y los saudíes caen con sus frentes hacia la tierra para cumplir con el ritual de la religión que profesan, porque saben que su Dios atiende a pocas cuadras de la cancha y los ha escuchado y visto, por lo menos hasta el minuto treinta del segundo tiempo. Los tres amigos se miran como preguntándose y ahora qué, cómo arrancar un día después de todo ese ritual que los había dejado peor que al principio. Lo mejor sería ir en busca de alguna pista para resolver el crimen más perfecto de todos: la construcción de esos rituales, esos espacios, que nos inventamos y que no nos hacen para nada bien, pero que son tentadores. Porque sí, qué se yo, parecería un buen plan, compartir algo con amigos, como la Navidad, el Año nuevo cristiano o la conmemoración de una batalla en la que murieron unos cuantos de miles de personas para poner un mojón divisorio en un territorio que en verdad nadie quiere. ¿Y a qué dioses le rezarían sus jugadores? Por el barrio Rivadavia, no parecía haber huella de ninguno, o de ninguna. ¿Sería posible un pedazo de tierra sin dioses, sin diosas? A Scardanelli la idea no le interesaba demasiado, para su lógica materialista la pregunta carecía de sentido. Una ilusión óptica más, la idea de cualquier dios, cualquier diosa. Y por ahí por eso se habían perdido tantas cosas por el barrio, pensó la China. Rezar al dios o la diosa correcto sería fundamental para el buen desempeño de la economía, ¿verdad?. Claro, esa misma mañana había debutado el nuevo plan para congelar los precios de las cosas en los supermercados, y la China sabía que en el laburo iba a ser todo muy jodido, y que la idea era otra buena intención sin eficacia, como los centros del "huevo" Acuña. El Yo que dice yo miró hacia la puerta, sonriendo. ¿Estará abierta? "Qué ganas de pegarle una buena patada, ¿no?". Pensaron lo mismo los tres, pero no lo dijeron. Porque una cosa es lo adecuado, y otra muy distinta lo posible. 

 

 ***Y para seguir con la fiebre mundialera, nada mejor que una música como esta:

********************Humildemente, Juan*********de noche y de día*************


Sobre los monstruos

No todos los monstruos son terribles. Los hay de distinto tamaño, forma y sentimiento. Aunque siempre desmedidos, se pueden encontrar especímenes muy especiales, que hasta arrojan una idea de belleza inusitada, una huella rupturista que sirve para continuar en medio de tanto caos. Eso tenía en la cabeza El yo que dice Yo, pensando en que la tormenta que acababa de pasar sobre la esquina de Francia y Garay, bien podía ser interpretada como una epifanía, y no necesariamente como un diluvio insoportable. ¿Mirar las cosas de buena manera? ¿Se había convertido en un libro de autoayuda? No, no podía ser. Lo que tenía era la presencia insoportable de un libro en particular, de un escritor súper particular. Rodolfo Wilcock en el Barrio Rivadavia. Se imaginó esa mezcla, y se vio en espejos brillantes y hermosos, arropado por la piedad de un escritor nacido para no ser estrella, pero para decir lo suyo. Y con eso estaba más que bien, no hacía falta el raje para Italia. ¿Cuál era la necesidad de un escritor por irse a morir a otra parte del mundo, esa que definitivamente no es su casa? Ese día, en particular, había estado brillando un sol de verano, pero la lluvia había acomodado la estación primaveral, mientras unos cuantos millones de personas sufrían ataques de ansiedad en todas partes del mundo:

1) Por la cercanía de un torneo deportivo, que claramente no tendría que suceder por múltiples violaciones a los derechos humanos de parte del país organizador. Pero ¿a quién le importan esas cosas?, no nos incumbe nada de lo que no  podamos ver y sentir.

2) Porque habían caído un par de bombas en un país europeo que forma parte de la OTAN, y la guerra – sea cual fuera el número que corresponda – mundial estaba muy en camino y bien dispuesta para escribir su argumento.

Dos monstruos más, que según la mirada y las ganas de escarbar  podían ser tratados desde perspectivas absolutamente disímiles. A mis monstruos los tengo bien domesticados, dijo la China toda mojada por el aguacero. Un buen día los pude mirar a la cara y acá quedé, como me ven, mojada pero con una tranquilidad que me ayuda a levantarme todas las mañanas. Tenía razón, porque lucía como alguien que ya no necesita escapar, como esos tristes escritores latinoamericanos en busca de moverse para darle el sentido a sus vidas: llorar por la vuelta imposible hacia un lugar utópico de papel. El Mago de Hoz, casi que gritó Scardanelli. Los otros dos lo miraron con sorpresa. Digo, dijo Scardanelli, que El mago de Hoz termina con la pequeña Dorothy Gale (Judy Garland) diciendo que no hay lugar como el hogar, por lo que parafraseando y luego de tomar un trago de birra del pico de la botella, diría: no hay monstruos como los que uno se inventa. El drama, sentenció la China, es cómo hacer para domesticar los que se inventan solos y se niegan a mover un dedo. Eso a El yo que dice yo lo dejó paralizado, con miedo. Sintió, desde lo más hondo de su cuerpo, que era verdad, que había monstruos que un día habían llegado a su vida, y que él naturalizó. Nunca los había puesto en proceso de degradación, los había dejado crecer y robustecer frente a sus propios ojos. Ojos no, dijo Scardanelli, porque a los monstruos se los ve con otra cosa, no es con los sentidos que uno descubre a un monstruo. ¿Entonces? No quedaban muchas opciones, había que esforzarse para escapar de todo un mundo empeñado en agrandar y alimentar a sus peores monstruos. ¿Cómo combatir la tendencia irreversible? Así expuesto, resulta irrelevante intentar una oposición más o menos esperanzadora. Sin embargo, lo más acertado era esa propuesta Wilcockziana, tratar de mirar – o lo que sea-  a esos monstruos desde una perspectiva mucho más amable, mucho menos patológica. Pero ¿y si la cosa es en verdad muy terrible?, preguntó la China. Los tres miraron el horizonte, que era un par de techos de chapa con restos de lluvia y un último y tibio rayo de sol de noviembre en el hemisferio sur. Cuando las cosas son complicadas, tal vez la mejor manera de transitarlas fuera tratando de encontrar alguna fisura, una falla entre toda esa maldad. A lo mejor una rajadura, un botón desprendido, una hilacha, una mancha desubicada. Con eso bastaría para calmar las ansiedades, con eso los monstruos se acomodarían en el ropero, con eso no molestarían tanto. Pensaban, los tres, en todos los monstruos de su vida, y en especial en los de su muerte. Monstruos que habitaban la inmortalidad, los más invencibles de todos, pero que terminaban careciendo de actualización, porque su manera de asustar estaba ajustada a su pasado en vida. Alivio de perdedores, pensó El yo que dice Yo. ¿Y qué más podemos hacer para sentirnos un poco mejor? La pregunta de la China dejó pensando, en particular, a Scardanelli. Su alma filosófica lo llevó a la salida más corta: ¿qué tal si nos juntamos la semana que viene a tomar una birra y a mirar el partido del mundial, cualquiera que sea?. Los otros dos se miraron, hicieron un leve gesto de aprobación, y ya era un monstruo menos. Si no se puede contra algo, mejor no joderlo demasiado, porque se corre el riesgo de hacerlo más grande de lo que podría llegar a ser. ¿Y con la guerra? Es ese monstruo grande que pisa fuerte, y contra ella no hay más que adoptar el pensamiento del futurismo, y tomarla como la gran hacedora de la Historia, la que hace avanzar la civilización. El yo que dice Yo escupió la cerveza, y dejó en claro que ese era su límite. Eso no, ni siquiera en un acto fallido, o en un atardecer de primavera en el barrio Rivadavia. Porque era verdad, había monstruos a los que sí valía la pena enfrentar. No se puede vivir escapando, ¿no?  


***La música está sugerida, pero me voy por este desvío más estimulante:

***************************************Humildemente, Juan**********************monstruo del barrio Rivadavia***********************


Movimiento


“¿Quién va a venir? Todo es pura bambolla. Nadie hace nada, pero hay que reconocer que se respetan las apariencias. ¿Se fijó en los biógrafos? La gente sigue concurriendo, pero ya no dan vistas. ¿Se fijó que no hay fecha sin que una repartición no deje el trabajo? En las boleterías no hay boletos. Los buzones no tienen boca. La madre María no hace milagros. Hoy por hoy, el único servicio que funciona es el de las góndolas en las cloacas” (dice Isidro Parodi, mientras toma un café con leche en la peluquería)

¿Y por qué carajos se sentían más seguros caminando por las calles del barrio Rivadavia, a la noche, parando en cualquier esquina a tomar una cerveza y fumar un porro? Quién sabe. Pero era lo que sentían y ya, no había nada para explicar. A Scardanelli se le venía a la memoria Isidro Parodi rajado de la cárcel y puesto a laburar en una peluquería justo enfrente, porque a nadie le importaba nada, solamente mantener cierta apariencia de normalidad. Algo que se viene construyendo desde hace siglos, y que cada tanto pierde todo el sentido y demuestra la demencia total de pensar que alguien o algo puede gestar el camino correcto hacia una normalidad que no existe. Y no existe porque es una construcción más, como los puentes, los perfumes y la tinta china. El Yo que dice yo pensaba distinto sobre los relatos de Bustos Domecq, alias Bioy-Borges, porque le parecía una literatura muy inocente, en especial porque todos los personajes paraban en algún momento a tomar café con leche. Hasta la fiesta del monstruo se le figuraba como una feria de mercado en domingo primaveral. La China amaba la capacidad deductiva de Isidro Parodi, pero lo prefería como presidiario, y no como un quejoso hincha pelotas peluquero de la cuadra. Como sea, ahora estaban los tres pensando en que lo terrible para algunos, para otros es el paraíso. Eso, dijo Scardanelli, de que el paraíso crece a la sombra de la espada, se puede aplicar a nuestras vidas. Los otros dos lo miraron, tomaron un trago de birra, y pensaron que esa contradicción, ese choque de contrarios, ese absurdo, un poco que estaba avalado por el progreso de la historia: a caballo entre las guerras y las disputas por cosas, recursos o como se los quiera llamar. En definitiva eran cosas e ideas que, en algún momento, para las sociedades resultaron indispensables. ¿Indispensables para qué? Como esta cerveza, ¿no?, aportó la China mirando la botella medio vacía. Tenía razón, porque de movida no era algo de vida o muerte, cosa que se bastaría con el agua de cualquier canilla. Pero ese otro producto o cosa, más rebuscado, más interesante, ya formaba parte de un estilo de vida, de una manera de considerarse persona. ¿Para tanto? Y para mucho más también, porque ninguno de los tres dejaría de batirse a duelo por esa botella, a mitad de la semana, un día en el que ya empezaba a picar el sol. Sería la tercera o cuarta o quinta – vaya a saber – guerra mundial. Todo por un líquido, como antes el petróleo. Ahora sería una botella de cerveza, y después la desmesura total, la justificación de los asesinatos y los memoriales post traumáticos, debidamente homenajeados con el himno nacional correspondiente y…un buen trago de cerveza, porque las batallas ganadas valen la pena. Del otro bando mejor ni pensar, porque de los vencidos nada se sabe, hasta que en algún momento rompen la racha y dan vuelta la historia, y otra vez a los asesinatos y etcéteras de cualquier guerra. ¿El sentido? Poco importa, porque lo que vale más que nada en este mundo como lo entendemos es el movimiento. Hay que desplazarse para después estar angustiado pensando en cuándo se va a volver. Reencontrar ese estado, ese lugar, ese sentimiento, esa cosa, esa persona, que fueron la razón del todo. Un todo que ya no está ni estará donde lo habíamos dejado, porque nunca había existido desde un principio. Luego el final. ¿Y para qué el movimiento? Vida, siempre. En eso radicaba esa tarde y todas las tardes del futuro. Proteger los recuerdos, seguir en una búsqueda infructuosa de los momentos pasados que ya son irrecuperables. Como en un tango de mierda, dijo la China. Los otros dos la miraron, pero no dijeron nada porque eso parecía esa noche en la esquina de siempre, un tango de mierda. ¿Por qué un tango y no un reggaetón? Porque la nostalgia está adherida al tango por derecho propio. Una batalla cultural ganada hace un siglo, pero que algún día iría a terminar. Seguro, porque el rock va a ser lo más nostálgico el mes que viene. Eso que decía Scardanelli angustió un poco al Yo que dice yo, porque el rock todavía le seguía generando alegría liberadora. Pero era verdad, el mismo movimiento de la vida cambiaba las cosas de lugar, mudaba los sentidos. Como un personaje de Bustos Domecq tomando café con leche, mientras intenta develar un misterio. ¿Qué personaje de ficción puede tomar un café con leche hoy día, mientras cuenta algo de su vida? Alguien que se levanta con resaca un lunes por la mañana, o que debe salir de viaje y manejar cientos de quilómetros. No sé, dijo Scardanelli, suena medio pavote, ni en pedo pondría a tomar un café con leche a un personaje de ninguna historia del barrio, en serio. ¿Qué sentido tiene? Habrá que ponérselo uno mismo, o seguir esperando el milagro del tiempo, del movimiento, que va a llegar pero tarde. Eso, el movimiento en las calles del barrio Rivadavia, la única seguridad con la que contaban.

 

*Y sí, obvio, las cosas tienen movimiento:

**************************************************************************************************Humildemente, Juan****************Y claro, siempre estarás en mí**********************

Juan, el viejo

 

El verdadero dolor es el de tener una libertad que nunca se quiso, y no acordarse para nada por qué. En eso y no mucho más pensaba Juan, sentado en el banquito de las tardes, mientras miraba un arbusto que nunca le había gustado, pero estaba ahí. La imagen, desde lejos, era más bien ideal y bucólica: un viejito canoso y con los ojos vidriosos, sentado en el patio de una residencia, mirando la vegetación, como disfrutando de los últimos embates de una vida realizada, que ya de tanto pasado agradable no daba más, todo en su lugar y bien merecido, y ojalá poder llegar a ese momento de esa manera. En verdad, a Juan se le llenaban los ojos de lágrimas porque tenía problemas en la vista, se le tapaban los lagrimales, y a esta altura de su vida el oftalmólogo le había dicho que no había mucho más por hacer, simplemente secarse cada vez con un pañuelo de tela suave. Lo había hecho las primeras semanas, pero después, como todo en ese SU tiempo, se fue olvidando. No se olvidaba porque tuviese alguna enfermedad degenerativa en el cerebro, sino porque las cosas perdían su importancia, desde hacía tiempo. No sabía desde cuándo, pero estaba seguro que algún hecho en particular era el gran causante de que las cosas empezaran a desvanecerse ante sus ojos, antes de llegar a materializarse en su cuerpo. Olvidaba por decepción. Por eso al arbusto, en realidad, ni siquiera lo percibía. Estaba ahí, como el banco y el patio, y todo lo que lo rodeaba sin interpelarlo, sin modificarlo, sin sentirlo. Las lágrimas caían y él solo esperaba el alivio de que siguieran su curso y lo dejasen en paz, mirando la nada, pensando en qué era lo que lo había depositado en ese estado de olvido voluntario. En algún momento de lucidez, llegaba a pensar que le estaban mintiendo, que tendría alzhéimer o cualquier enfermedad de ese estilo. Pero no parecía. El doctor Juárez lo examinaba todos los meses, y no encontraba nada. El paciente está en óptimas condiciones, sentenciaba, con los achaques de la edad, obvio, pero en perfecto estado. ¿Y cómo se siente de ánimo? Juárez lo chicaneaba, porque sabía de sus tardes al sol mirando la nada, y de sus días en soledad sin recibir visitas. Él lo miraba, con los ojos llorosos pero sin emoción, y contestaba con un lapidario BIEN. Con eso el doctor Juárez no tenía mucho más que hacer. Le daba las pastillas de siempre para mantenerlo con mejor calidad de vida, un apretón de manos y que pase el que sigue. Juan volvía a su habitación, se guardaba las pastillas y se recostaba a mirar el techo, algo que lo relajaba un poco, antes de tener que sumarse a la cena en el comedor general. Miraba las telarañas de las esquinas, las grietas en la pintura blanca y trataba de acordarse de los techos de las casas donde había sido feliz. Había uno en particular  -no sabía bien por qué de eso sí se acordaba - que le daba sensación de haber pasado un buen momento… Ahí, en ese techo color morado. ¿Sería posible que tuviera ese color, que pareciera tan cálido en su recuerdo? ¿Estaría en la habitación, con alguien especial? Hacía fuerza por recordar más, que es la gimnasia más complicada de hacer, porque cuando se es más joven se practica de manera natural, imperceptible, entonces uno la descuida, a la memoria. Y cuando te das cuenta, ya está, perdiste el hábito y no hay manera de recordar cómo se ejercitaba uno para acordarse de las cosas. Es tarde, se terminó el ejercicio y no se puede recuperar más del capítulo. Pero algo había en esa ráfaga de memoria atrofiada, un techo color morado, perfecto, sin rajaduras ni telas de araña. Y el sentimiento lejano pero cálido, de que lo que sucedía debajo de él era perfecto. Cerró los ojos para forzar más el recuerdo. Todo quedó en otro intento fallido, el mismo intento de todos los días, el límite a la felicidad que tal vez nunca había existido. Después de todo, pensaba Juan, es mejor así, no había nostalgia si no había recuerdo.

“Tú también recordarás el pasado con interés cuando seas viejo” (Pnin, Vladimir Nabokov)


*Fragmento de un posible relato, que vendría con la siguiente música de fondo:

*******************Humildemente, Juan*********Y sí que van pasando los años************
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Tengo un baile de marineros en mi cabeza

Eso sería el título o a lo mejor una cita de comienzo, o tal vez el epílogo, o un verso que me quedó haciendo ruido, desde una lectura de ha...