1) Por la
cercanía de un torneo deportivo, que claramente no tendría que suceder por
múltiples violaciones a los derechos humanos de parte del país organizador.
Pero ¿a quién le importan esas cosas?, no nos incumbe nada de lo que no podamos ver y sentir.
2) Porque
habían caído un par de bombas en un país europeo que forma parte de la OTAN, y
la guerra – sea cual fuera el número que corresponda – mundial estaba muy en
camino y bien dispuesta para escribir su argumento.
Dos
monstruos más, que según la mirada y las ganas de escarbar podían ser tratados desde perspectivas
absolutamente disímiles. A mis monstruos los tengo bien domesticados, dijo la
China toda mojada por el aguacero. Un buen día los pude mirar a la cara y acá
quedé, como me ven, mojada pero con una tranquilidad que me ayuda a levantarme
todas las mañanas. Tenía razón, porque lucía como alguien que ya no necesita
escapar, como esos tristes escritores latinoamericanos en busca de moverse para
darle el sentido a sus vidas: llorar por la vuelta imposible hacia un lugar
utópico de papel. El Mago de Hoz, casi que gritó Scardanelli. Los otros dos lo
miraron con sorpresa. Digo, dijo Scardanelli, que El mago de Hoz termina con la
pequeña Dorothy Gale (Judy Garland) diciendo que no hay lugar como el hogar,
por lo que parafraseando y luego de tomar un trago de birra del pico de la
botella, diría: no hay monstruos como los que uno se inventa. El drama,
sentenció la China, es cómo hacer para domesticar los que se inventan solos y
se niegan a mover un dedo. Eso a El yo que dice yo lo dejó paralizado, con
miedo. Sintió, desde lo más hondo de su cuerpo, que era verdad, que había
monstruos que un día habían llegado a su vida, y que él naturalizó. Nunca los
había puesto en proceso de degradación, los había dejado crecer y robustecer
frente a sus propios ojos. Ojos no, dijo Scardanelli, porque a los monstruos se
los ve con otra cosa, no es con los sentidos que uno descubre a un monstruo.
¿Entonces? No quedaban muchas opciones, había que esforzarse para escapar de
todo un mundo empeñado en agrandar y alimentar a sus peores monstruos. ¿Cómo
combatir la tendencia irreversible? Así expuesto, resulta irrelevante intentar
una oposición más o menos esperanzadora. Sin embargo, lo más acertado era esa
propuesta Wilcockziana, tratar de mirar – o lo que sea- a esos monstruos desde una perspectiva mucho
más amable, mucho menos patológica. Pero ¿y si la cosa es en verdad muy
terrible?, preguntó la China. Los tres miraron el horizonte, que era un par de
techos de chapa con restos de lluvia y un último y tibio rayo de sol de
noviembre en el hemisferio sur. Cuando las cosas son complicadas, tal vez la
mejor manera de transitarlas fuera tratando de encontrar alguna fisura, una
falla entre toda esa maldad. A lo mejor una rajadura, un botón desprendido, una
hilacha, una mancha desubicada. Con eso bastaría para calmar las ansiedades, con
eso los monstruos se acomodarían en el ropero, con eso no molestarían tanto.
Pensaban, los tres, en todos los monstruos de su vida, y en especial en los de
su muerte. Monstruos que habitaban la inmortalidad, los más invencibles de
todos, pero que terminaban careciendo de actualización, porque su manera de
asustar estaba ajustada a su pasado en vida. Alivio de perdedores, pensó El yo
que dice Yo. ¿Y qué más podemos hacer para sentirnos un poco mejor? La pregunta
de la China dejó pensando, en particular, a Scardanelli. Su alma filosófica lo
llevó a la salida más corta: ¿qué tal si nos juntamos la semana que viene a
tomar una birra y a mirar el partido del mundial, cualquiera que sea?. Los
otros dos se miraron, hicieron un leve gesto de aprobación, y ya era un
monstruo menos. Si no se puede contra algo, mejor no joderlo demasiado, porque
se corre el riesgo de hacerlo más grande de lo que podría llegar a ser. ¿Y con
la guerra? Es ese monstruo grande que pisa fuerte, y contra ella no hay más que
adoptar el pensamiento del futurismo, y tomarla como la gran hacedora de la
Historia, la que hace avanzar la civilización. El yo que dice Yo escupió la
cerveza, y dejó en claro que ese era su límite. Eso no, ni siquiera en un acto
fallido, o en un atardecer de primavera en el barrio Rivadavia. Porque era
verdad, había monstruos a los que sí valía la pena enfrentar. No se puede vivir
escapando, ¿no?
***La música está sugerida, pero me voy por este desvío más estimulante:
***************************************Humildemente, Juan**********************monstruo del barrio Rivadavia***********************
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