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Sobre los monstruos

No todos los monstruos son terribles. Los hay de distinto tamaño, forma y sentimiento. Aunque siempre desmedidos, se pueden encontrar especímenes muy especiales, que hasta arrojan una idea de belleza inusitada, una huella rupturista que sirve para continuar en medio de tanto caos. Eso tenía en la cabeza El yo que dice Yo, pensando en que la tormenta que acababa de pasar sobre la esquina de Francia y Garay, bien podía ser interpretada como una epifanía, y no necesariamente como un diluvio insoportable. ¿Mirar las cosas de buena manera? ¿Se había convertido en un libro de autoayuda? No, no podía ser. Lo que tenía era la presencia insoportable de un libro en particular, de un escritor súper particular. Rodolfo Wilcock en el Barrio Rivadavia. Se imaginó esa mezcla, y se vio en espejos brillantes y hermosos, arropado por la piedad de un escritor nacido para no ser estrella, pero para decir lo suyo. Y con eso estaba más que bien, no hacía falta el raje para Italia. ¿Cuál era la necesidad de un escritor por irse a morir a otra parte del mundo, esa que definitivamente no es su casa? Ese día, en particular, había estado brillando un sol de verano, pero la lluvia había acomodado la estación primaveral, mientras unos cuantos millones de personas sufrían ataques de ansiedad en todas partes del mundo:

1) Por la cercanía de un torneo deportivo, que claramente no tendría que suceder por múltiples violaciones a los derechos humanos de parte del país organizador. Pero ¿a quién le importan esas cosas?, no nos incumbe nada de lo que no  podamos ver y sentir.

2) Porque habían caído un par de bombas en un país europeo que forma parte de la OTAN, y la guerra – sea cual fuera el número que corresponda – mundial estaba muy en camino y bien dispuesta para escribir su argumento.

Dos monstruos más, que según la mirada y las ganas de escarbar  podían ser tratados desde perspectivas absolutamente disímiles. A mis monstruos los tengo bien domesticados, dijo la China toda mojada por el aguacero. Un buen día los pude mirar a la cara y acá quedé, como me ven, mojada pero con una tranquilidad que me ayuda a levantarme todas las mañanas. Tenía razón, porque lucía como alguien que ya no necesita escapar, como esos tristes escritores latinoamericanos en busca de moverse para darle el sentido a sus vidas: llorar por la vuelta imposible hacia un lugar utópico de papel. El Mago de Hoz, casi que gritó Scardanelli. Los otros dos lo miraron con sorpresa. Digo, dijo Scardanelli, que El mago de Hoz termina con la pequeña Dorothy Gale (Judy Garland) diciendo que no hay lugar como el hogar, por lo que parafraseando y luego de tomar un trago de birra del pico de la botella, diría: no hay monstruos como los que uno se inventa. El drama, sentenció la China, es cómo hacer para domesticar los que se inventan solos y se niegan a mover un dedo. Eso a El yo que dice yo lo dejó paralizado, con miedo. Sintió, desde lo más hondo de su cuerpo, que era verdad, que había monstruos que un día habían llegado a su vida, y que él naturalizó. Nunca los había puesto en proceso de degradación, los había dejado crecer y robustecer frente a sus propios ojos. Ojos no, dijo Scardanelli, porque a los monstruos se los ve con otra cosa, no es con los sentidos que uno descubre a un monstruo. ¿Entonces? No quedaban muchas opciones, había que esforzarse para escapar de todo un mundo empeñado en agrandar y alimentar a sus peores monstruos. ¿Cómo combatir la tendencia irreversible? Así expuesto, resulta irrelevante intentar una oposición más o menos esperanzadora. Sin embargo, lo más acertado era esa propuesta Wilcockziana, tratar de mirar – o lo que sea-  a esos monstruos desde una perspectiva mucho más amable, mucho menos patológica. Pero ¿y si la cosa es en verdad muy terrible?, preguntó la China. Los tres miraron el horizonte, que era un par de techos de chapa con restos de lluvia y un último y tibio rayo de sol de noviembre en el hemisferio sur. Cuando las cosas son complicadas, tal vez la mejor manera de transitarlas fuera tratando de encontrar alguna fisura, una falla entre toda esa maldad. A lo mejor una rajadura, un botón desprendido, una hilacha, una mancha desubicada. Con eso bastaría para calmar las ansiedades, con eso los monstruos se acomodarían en el ropero, con eso no molestarían tanto. Pensaban, los tres, en todos los monstruos de su vida, y en especial en los de su muerte. Monstruos que habitaban la inmortalidad, los más invencibles de todos, pero que terminaban careciendo de actualización, porque su manera de asustar estaba ajustada a su pasado en vida. Alivio de perdedores, pensó El yo que dice Yo. ¿Y qué más podemos hacer para sentirnos un poco mejor? La pregunta de la China dejó pensando, en particular, a Scardanelli. Su alma filosófica lo llevó a la salida más corta: ¿qué tal si nos juntamos la semana que viene a tomar una birra y a mirar el partido del mundial, cualquiera que sea?. Los otros dos se miraron, hicieron un leve gesto de aprobación, y ya era un monstruo menos. Si no se puede contra algo, mejor no joderlo demasiado, porque se corre el riesgo de hacerlo más grande de lo que podría llegar a ser. ¿Y con la guerra? Es ese monstruo grande que pisa fuerte, y contra ella no hay más que adoptar el pensamiento del futurismo, y tomarla como la gran hacedora de la Historia, la que hace avanzar la civilización. El yo que dice Yo escupió la cerveza, y dejó en claro que ese era su límite. Eso no, ni siquiera en un acto fallido, o en un atardecer de primavera en el barrio Rivadavia. Porque era verdad, había monstruos a los que sí valía la pena enfrentar. No se puede vivir escapando, ¿no?  


***La música está sugerida, pero me voy por este desvío más estimulante:

***************************************Humildemente, Juan**********************monstruo del barrio Rivadavia***********************


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