Volvía a
Francis Scott Fitzgerald porque había escuchado algo en la radio, una escritora
que hablaba de sus novelas y sus relatos, y de esas relaciones complicadas con
esposa en problemas Zelda y amigo jodido/estatua literaria Hemingway. ¿Y qué
tenía que ver eso con su vida, tan lejos de la París de principios de siglo XX, cien años más tarde en la esquina de siempre del barrio Rivadavia? A ellos los
llamaron la generación perdida, con sus personajes angustiados por una
existencia que veía imposible y poco viable el sueño americano, porque parecía
que las guerras mundiales eran posibles, y que la bolsa de Wall Street se podía
equivocar, como un equilibrista muy seguro de sí pero que a veces se olvidaba
de colgar bien la soga del otro lado. Entonces, en esa comparación desfasada y
exagerada, él se sentía un poco Fitzgerald, abrumado por fantasmas y agarrado
siempre a una botella de cerveza. En el caso del yanqui, serían otro tipo de
bebidas, en otro tipo de fiestas. A él le tocaba Francia y Garay, un martes a
la tarde, una de litro Quilmes, y ojalá le auspiciaran el espacio semanal con
una de esas. Siguiendo la comparación forzada, la China sería la medio demente
y siempre dispuesta a las fiestas Zelda, pero no daba mucho con el perfil,
además de que el final había sido muy triste y abrupto, la China no se lo
merecía, trabajaba demasiado y se bancaba estoicamente la mierda de todos los
chabones del barrio. Era mucho, mejor dejar a la Zelda / China un poco más
cerca de esos personajes levemente románticos de Fitzgerald, obviando el
momento en el que pierden el control de sus vidas y se hunden en eso que bien
podía ser el invierno en la ciudad de Mar del Plata. Y estaba su propio Hemingway,
un tipo insoportablemente autofabricado de bronce, angustiado por la vida y
gran promotor de su propia imagen. Nada menos que ese filósofo de cuarta,
Scardanelli, que no tenía problemas en hundirlo mientras le aconsejaba que lo
mejor que podía hacer era darle ese último trago de cerveza, porque le
correspondía como líder del grupo. La generación no ya tan perdida, sino los
perdidos de toda una generación que ya no se molestaba mucho por encontrarse.
Porque eran momentos no tanto de Francia y fin de siglo, más generación del
jazz y súper snobismo concentrado en un par de monótonos acordes. Se trataba,
más bien de una Argentina del futuro malogrado, un plan que parecía bueno, pero
que estaba mal desarrollado, pésimamente escrito. Y los personajes principales,
estos tres que se juntan todas las semanas en la misma esquina a tomar una
cerveza, a charlar de las cosas que los marcaron y los jodieron en la semana,
carecían del ritmo jazzero, no estaban tan iluminados artificialmente.
Resultaban, en conjunto, un rock cuadrado punteado por Pappo y cantado por el
Pity Álvarez desde el penal que lo contenía, esa misma tarde. Diferentes, pero
ambas generaciones traicionadas por aquello que se vive prometiendo en cada
campaña política, pero que no es más que una intención, apretar F5 en la misma
computadora vieja y con la memoria llena, tan llena de basura, que formatear
resulta solamente esconder toda la mierda debajo de una alfombra. Pero la
mierda huele, generación perdida, perdidos de toda generación, un par de suaves
noches, las vacaciones artificiales, los encuentros tras bastidores de vidas
que tienen la misma carga angustiante, pero escondidas en máscaras distintas. A
lo mejor, una más cara y que hasta podía llegar a perdurar con cierta
genialidad. La otra, bien barata, y mucho más olvidable. En el fondo, todos
reclamando un futuro que no era el prometido, descansando en los rincones con
la cabeza igual de reventada. “Toda vida es un proceso de demolición”, esa era
la frase que él siempre recordaba de Francis Scott Fitzgerald, y era la frase
que le devolvía en espejo esa París de la fiesta eterna, una celebración
constante del fin del mundo, con la certeza de que para no pensar en las partes
apagadas de la vida, es más que necesario borrarse con cualquier cosa, una
sustancia fuerte, un amor pasajero, un tiro en el medio de la cabeza, para que
ya no se vuelva a encender más. ¿Qué tenía que ver eso con su vida, con sus
vidas? La tarde en el barrio Rivadavia se consumía, como el cigarro de la
China, que se iba a tirar un rato antes de volver a pensar cómo hacer para llegar
a fin de mes, sin darse cuenta que ya lo había logrado? Eso, el barrio es una
fiesta, París era una fiesta, desde lejos y con el tiempo sobrevivir un día más
a las angustias que están siempre, sea el formato que sea, el material y el
espacio del lugar en el que se esté, la guita que se pueda o no tener en el
bolsillo, el auto que se pueda manejar o ver desde fuera, la guerra que podía
gestarse tanto ayer como hoy, y un largo etcétera de cosas que son iguales para
todas las generaciones que se siguen perdiendo en deseos cuarteados, con un
vacío enorme esperando al final. Y sí, Zelda iba a morir en el incendio del
psiquiátrico en el que estaba internada, y Hemingway se iba a volar la cabeza
porque no se soportaba más, y Francis Scott Fitzgerald…En una suave noche, se
iba a preparar para la última gira, en la que iba a invitar a todos sus
fantasmas, de adelante para atrás, como en su relato sobre el curioso caso de
Benjamin Button. Y todo iba a terminar entre bebida y bebida, cerveza y
cerveza, hasta que el propio cuerpo dijera basta, no queda tiempo por seducir,
no queda aristocracia por rescatar, todo está manoseado en el mismo chiquero,
en París, en Mar del Plata, a principios del siglo XX, a principios del siglo
XXI. Las fiestas son la conciencia de que las cosas se van a terminar, y más
vale estar preparado para el último sorbo.
**********Y ese corito que todavía resuena en cualquier suave noche:
**************************************************************************************************Humildemente, Juan***************************************a bailar, esta y cualquier noche*********************************************
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